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EPIDEMIAS DE PESTE EN ESPAÑA EN LOS SIGLOS XVI Y XVII


La Peste es originaria de Asia y debió entrar en contacto con los europeos a través de las numerosas caravanas de la conocida Ruta de la Seda. A finales de 1347, la enfermedad se propagó con inusitada rapidez a través de Italia y Francia hasta llegar a España.

En los cinco años en los que la primera epidemia de peste se desarrolló en Europa occidental (1347-1351), se calcula que dejó veinticuatro millones de muertos en todo el continente, lo que supone tres fallecidos por cada diez habitantes. A ellos hay que sumar otros muchos más en el resto de Europa y Asia.
En España, la enfermedad penetró por Cataluña, alcanzando Gerona, Barcelona y Tarragona en la primavera de 1348. El 24 de abril de dicho año, Jaume d’Agramont, un médico y profesor del Estudio General de Lérida, publicó una epístola dirigida a los regidores de la ciudad en la que describía la naturaleza de la terrible enfermedad. La medicina que se explicaba por entonces en aquellas primeras universidades europeas era sobre todo la árabe, recopilada por lo general en los territorios cristianos a través de textos judíos, un ejemplo más de la convivencia de las tres culturas.
Al igual que otros médicos que ejercían su profesión en aquella época, Agramont se refirió a la peste negra como “epidemia o pestilencia y mortandad de gentes”, distinguiendo dos clases de pestilencia: la natural y la moral. Dejando aparte la segunda, sujeta al orden sobrenatural, Agramont recomendaba en primer lugar que se evitara arrojar dentro de las ciudades o en su cercanía animales muertos y otros desperdicios orgánicos. Agramont también señaló la gran eficacia del fuego como elemento purificador, de modo que debían quemarse todo lo que hubiera estado en contacto con los infectados.
Una vez fallecido el enfermo, había que recoger todas las ropas, muebles y otros objetos de su propiedad para quemarlos, aunque fueran de mucho valor. Además,  en el cuarto en el que había muerto se tenían que picar, revocar y blanquear las paredes y enladrillar de nuevo el suelo. La quema de  ropa, muebles y demás cosas había que hacerla en las afueras de la población, cuidando de que el humo no fuera en la dirección de aquella. En el siglo XVII, en Madrid, estaba establecido que “la diligencia de quemar la ropa, muebles y demás cosas sujetas a contagio se haga en los sitios hondos del soto de Luzón o del de Perales, a media legua de distancia de Madrid, de modo que los vapores no se introduzcan en la Corte”.
Los contagios de peste solían aparecer durante la primavera, cuando la temperatura y humedad eran más favorables, descendiendo a medida que se acrecentaba el calor y desapareciendo con el frío invernal. Otro tipo de condicionamientos eran los sociales, de manera que la enfermedad no afectaba por igual a todas las capas de la población. La vivienda, la higiene y, en general, las condiciones ambientales del entorno eran factores que influían en la posibilidad de contagio, así que los pobres fallecían con mayor frecuencia que los ricos.
Las epidemias de peste del siglo XVI
El siglo XVI transcurrió con la presencia casi permanente de la peste en las riberas del Mediterráneo, de modo que, según los datos del cronista Andrés Bernáldez, ya en 1507 murieron 30.000 personas y de ellas 1.500 en la tercera semana de mayo. En 1518 hubo peste en Valladolid, en 1519 en el litoral levantino y desde 1521 a 1523 en Valencia, Sevilla y Córdoba. El médico Francisco Franco aseguraba que en el año 1522 llegaron a morir en Sevilla diariamente 800 personas. Entre 1527 y 1530 hubo peste de nuevo prácticamente general y en los años 1539 y 1540 fue Castilla la región asolada, coincidiendo además con años de malas cosechas.
En la segunda mitad del XVI, la peste hizo presencia en 1557 en toda la costa catalana, extendiéndose posteriormente por Aragón y Castilla, a la que se añadió además el tifus exantemático, conocido en aquella época como tabardillo. Nuevos episodios de peste ocurrieron a partir de 1566, coexistiendo con malas cosechas. Mateo Alemán aludió a ella en El  Guzmán de Alfarache: “Líbrete Dios de la enfermedad que baja de Castilla y del hambre que sube de Andalucía”.  En Zaragoza hubo 16.000 muertos y otros muchos en Logroño y Navarra.
A partir de 1580, la peste se instaló de forma casi endémica en el sur peninsular. Esta vez vino acompañada de un catarro contagioso que mató a mucha gente. En Lisboa murieron unas 35.000 personas y muchos de ellos fueron niños. Aun así lo peor estaba por llegar, ya que de 1598 a 1603 una nueva epidemia de peste afectó a casi toda la península y causó medio millón de muertos. Hambre y enfermedad se convirtieron en términos inseparables, afectando sobre todo a la gente más pobre. Un coetáneo escribió al respecto que “esta enfermedad daba a la gente pobre, mísera y mal mantenida, dejando libres las personas de regalo y buenos mantenimientos”.
Con motivo de esta epidemia de finales del XVI, Felipe II encargó a su médico de cabecera, Luis de Mercado, que escribiera un tratado sobre la naturaleza y condiciones de la peste, así como sobre su preservación y curación. Como dicho tratado estaba escrito en latín, Felipe III, al poco tiempo de ocupar el trono, ordenó traducirlo al castellano para que todo el mundo lo entendiera. En la segunda parte del libro, Mercado incidía en la importancia de la prevención colectiva de la enfermedad, proponiendo medidas como impedir la entrada en ciudades y pueblos de personas procedentes de lugares donde se padecía.
Otras medidas importantes a tomar por las autoridades locales eran la limpieza de las calles y el control de las aguas encharcadas. Una vez que la peste se había declarado en una villa, había que aislar a los enfermos. A los que eran pobres había que llevarlos a alguna casa fuera de la población, mientras que los ricos podían permanecer en sus hogares, con la condición de que estos quedaran incomunicados.
En mayo de 1599, el cronista Luis Cabrera de Córdoba informaba que la epidemia no había llegado a la Corte, “pero de Sevilla se tiene aviso que había picado la peste en Triana, y lo mismo de Ponferrada en Galicia, y en Burgos también, y lo mismo en Estella de Navarra, y en diferentes lugares del reino, hacia aquellas partes padecen mucho trabajo de peste”. Dos meses después habían enfermado en Sevilla ocho mil personas, de las que habían muerto cinco mil.
La peste en la centuria del XVII
La epidemia fue remitiendo, pero la ciudad del Guadalquivir era un foco apropiado para la enfermedad, porque además de tener un clima cálido y húmedo,  por su puerto fluvial pasaban miles de forasteros cada mes. En junio de 1601, la situación volvía a las andadas: “La peste en Sevilla hace gran daño en aquella ciudad y son más de 8.000 personas las que han muerto en dos meses, en los cuales no se ha visto el sol, ni día claro en la ciudad, ni el mal con tanto daño en tres años que lo ha habido en ella; el cual se ha extendido a todos los lugares de Andalucía donde no lo habían probado, y así tiene aquella tierra muy afligida”.
Por entonces, la Corte acababa de pasar de Madrid a Valladolid, lo que había provocado el descontento de los cortesanos, quienes no pararon de conspirar hasta que volvió a Madrid cinco años después. A Valladolid la peste no había llegado, así que el cardenal Guevara decidió permanecer en la Corte y no tomó posesión de la sede de Sevilla, “el cual no irá de aquí hasta que la peste haya acabado”. Al menos, el citado cardenal destinó 2.000 ducados cada mes para el hospital sevillano donde curaban a los apestados.
De nuevo en la primavera de 1603 se presentó la epidemia en Andalucía, si bien no con la virulencia de años anteriores: “La peste de Córdoba pasa muy adelante y no deja de haber alguna sospecha de Sevilla y de Lisboa, y está proveído un alcalde de Corte que vaya a Sevilla a quemar la ropa de los apestados de otros años, que por no quemarse vuelve cada año el mal”. Por si acaso, en Valladolid se mandaron poner guardas en las puertas de la ciudad para que no entraran en ella viajeros de Sevilla ni Badajoz. En agosto no quedaban ya vestigios de peste en Sevilla y todo el mundo se congratulaba que sus habitantes hubieran recuperado la salud de treinta años atrás.
Lo peor había pasado ya, pero no obstante hubo nuevas epidemias de peste en las décadas de 1640 y 1650. Las regiones más perjudicadas fueron Andalucía y Levante, si bien también afectó a algunas localidades aragonesas, como Calatayud, Monreal del Campo o La Almunia. En 1647 fallecieron en el reino de Valencia 16.000 personas. En 1649, la epidemia provino de Cádiz y no se atajó a tiempo al no cortarse la comunicación con Sevilla. Los arrieros que ese año transportaban 2.800 quintales de azogue desde Almadén, hubieron de descargarlo en Alcalá del Río al no poder acceder a Sevilla por la peste. Además se dio orden de no enviar más azogue por impedirlo las autoridades de los pueblos por los que pasaba el camino, a pesar de dar garantía de que Alcalá del Río estaba libre de la enfermedad. El resultado de la epidemia fue el fallecimiento de 60.000 almas.
Prevenciones en la Corte
Para prevenir que las epidemias de peste del decenio de 1640 a 1650 entraran en Madrid, donde residía de nuevo la Corte, se tomaron diversas precauciones. Así, para combatir la ya citada epidemia de Valencia del año 1647, se ordenó que en las puertas de acceso a Madrid se mojaran en vinagre las cartas y documentos que provinieran de aquel reino y además que la correspondencia procedente de Alicante y Orihuela se trajese a la Corte directamente sin pasar por Valencia.
En 1649 se prohibió que ninguna persona de cualquier calidad y condición que hubiera estado un mes en las ciudades de Sevilla, Málaga, Cádiz, Jerez de la Frontera, Sanlúcar de Barrameda o en las villas de La Algaba y Valencia, penetrara en Madrid bajo ningún pretexto ni trajera de los referidos lugares ropa ni ninguna otra cosa de cualquier género que fuera. Además, se ordenó que ninguna persona admitiera en su casa, posada o mesón a nadie que viniese de dichos lugares. El castigo para los infractores de este bando era pena de muerte y confiscación de todos sus bienes.
Epílogo
En 1894, el médico suizo Alexandre Yersin, discípulo de Pasteur, descubrió el bacilo de la peste, bautizado como Pasteurella pestis o Yersinia pestis. Hoy sabemos que la peste es en realidad una zoonosis, es decir una enfermedad animal que ataca solo accidentalmente al hombre y cuyo ciclo vital se desarrolla en ratas y pulgas. La infección en el ser humano se produce por la picadura accidental de una pulga previamente infectada, que haya sido huésped de una rata.
A través de la picadura de la pulga se transmite la infección al hombre, de modo que los bacilos pasan al flujo sanguíneo  y se localizan en los ganglios linfáticos. Si la barrera linfática es superada y el bacilo penetra en la corriente sanguínea del enfermo, se producen hemorragias internas, vómitos, tos y fiebre alta, que conducen a una crisis cardíaca y a la muerte en el plazo de una semana. Seis de cada diez contagiados de peste acabaron así sus días.
En la actualidad todavía hay unas tres mil personas afectadas de peste en el mundo, el 85% de las cuales sobrevive a la enfermedad. Por ello, los científicos advierten que hay que estar vigilantes, pues la peste de mediados del siglo XIV fue la pandemia que ha causado más muertes a lo largo de la historia, incluso más que la epidemia de gripe de 1918, culpable del fallecimiento de unas cincuenta millones de personas.

©Ángel Hernández Sobrino





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