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Sumatra estaba poblada de espíritus transparentes

Nubes naranjas en cielo recortado por techos azul, con granos de arenas y la ballena saltando para caer y hacer plaff en el agua, con aquellas caras que nunca se van de al lado y las que se quieren quedar, las mismas que siempre están para sentir que juego a los abrazos, de este lado del océano o del otro.

Siempre quiero más risas de Gus, más cerca que nunca, mosquetero que no se cansa ni baja la guardia. Aún frente a mis lluvias con cenizas. Aún frente a mis tormentas de arena. La nuca desordenada y el abdomen generoso, para tirar delirios por la borda y lanzarse a correr, desenfrenados por el mundo.
Mochuelo girando en sus propias galaxias, bastante diferentes. Los puntos de desencuentro son muchos, casi más de los que construyen una amistad desde cero. Y sin embargo no se mueve, y pone el pecho, la cara y el sentir para protegerme de las lenguas y las manos ajenas. Como un gesto automático, de hermano, de eso que es, hermano pero sin la misma sangre corriendo por adentro, la de él más musical, más rígida, la mía sin tanto rumbo.
Jota fluye, fluye por vías que ni él conoce. Sale y vuelve y juega a ser otro. Y los bichos de antenas a veces lo abandonan porque no lo reconocen. Y al escarbar tras la máscara nueva, esa que colecciona unos en la libreta, la mueca se vuelve niño solitario descubriendo el mundo, un mundo que se vuelve de colores cuando él lo mira con ojos saltones.
Ciro sigue levantando paredes de ladrillo. Guarda las escaleras. Corta las cuerdas. Los arqueros rumbo a las torres, la cuadrilla con las espadas filosas, dispuestas a atacar ante el menor gesto imprevisto. Y no espera la caída en helicóptero. Entonces un día lo sorprende un gorrión, que vuela por encima de columnas de ejércitos preparados para el ataque, de catapultas y ballestas apuntando al infinito. Y el pájaro llega inocente hasta la ventana del castillo. Y se pone a cantar. Tan fuerte que la ventana se destruye y los pedazos flotan hasta pulverizarse. El agujero se hace trampa mortal para sus huesos flacos y cada uno de nosotros corre con fuerza, para caer por el abismo sin fondo, para ver que hay, para aprovechar el único momento en que la fortaleza deja de ser inexpugnable.
Pol en risas amables, diploma en relacionamiento externo. La mirada chispeante, azul encendida, para regalar sonrisas al que se acerca a saludar. Y la espada oculta, firme defensa para cuando me vuelvo débil, para ayudarme a seguir un poco y otro poco más, contagiado de las ganas de atropellar al mundo en su buldózer, a mucha más velocidad que el mío.
Tío Rom, quejidos constantes, como silla de madera que no puede soportar el paso de los años. Y adentro, el corazón late con el niño que se quedó dormido una noche, esa noche, yo sé cual; y nunca quiso volver a mostrarse para no sentir otra pedrada en la cara, para decirle al mundo que él estaba dispuesto a dar pelea.
La Mole jugando a los acertijos, disparando paredes de fríos y escarchas para construir el iglú perfecto, sin llaves, en medio de una Siberia desolada de silencios, con redoblante y bombo. Toda la inmensidad ocupada por la más inocente de las miradas, bondad destilando en cuerpo de gigante. Y las coordenadas en el mismo parámetro, humor ecualizado junto al mío, placebo para mi furia sin sentido.
A. con carcajadas para regalar a todos, a cada uno que se coloca delante de su hilera de perlas brillantes. Cuerpo inquieto, bailes constantes alrededor de niños imaginarios y reales. Y el viejo que sí la ve, a diario la ve. Y le regala oraciones, y le regala paz, y le regala culpas. Ella sigue, corriendo agitada en envase de quince años, con ánimos que no se caen y paciencia a prueba de golpes furiosos.
Vasca, con el delirio a flor de piel, la energía descontrolada que fluye sin pedirle permiso a nadie. Y ganas, ganas de hacer y de acompañar, espíritu débil que se refugia en la inmensidad del pecho para protegerse. De todos.
Baloo, el oso con abrazo de niño torpe, fuerza descomunal para un cuerpo de talle más chico. La neurona con la capacidad de viajar, junto a la mía, viajar por mundos alejados en el que solo nuestro dialecto quiere sobrevivir. Entonces nos alejamos del resto, sentados en la nube de algodones, mirando como los árboles se ríen con nosotros de la cara del pedregullo.
Efe, la cara de hobbit cansado y la risa fácil. Con la campera verde o sin ella, ya da lo mismo. Se aleja y lo veo a través de un vidrio con marco rojo, marcando una distancia innecesaria para mí pero básica para él. Y de a poco se rompe la barrera, cristal deforme instalado por seres que nunca quise aquí. Y ahora lo siento de nuevo, con más fuerza que nunca y empiezo a creer que nunca se alejó, el bicho bolita para adentro y aprender de los pasos en falso de cada uno. Y ahora lo veo y claro que me hacía falta, un gran pedazo de paz compartida que se siente cuando no está.
Ieru ojos de piedra verde, gigantes escondidos en la hamaca de verano. Y aunque levanto cada piedra, revuelvo en los cajones pero el perfume no está más. Ni la voz taladrando el cráneo. Y entiendo, pero no comprendo. Y respeto, pero quiero dejar de hacerlo, para volver a sentir noches en el banco de la plaza o en conversaciones inútiles, esas, las que llevaban a ninguna parte y así era que nos gustaba. Entonces me retuerzo al ver que se aleja, colgada de sus globos de gas en la dirección opuesta, cuando yo la necesito aquí junto a los demás, encastre perfecto en el grupo familia.
Y vos, Manny niña pequeña, husmeando en mis rincones y sin desaparecer, la estrella que titila y todas las caras en la tribuna que se hacen la misma, siempre, por más que estés más allá o más acá. Entonces revoloteás sobre mis neuronas desgastadas y le regalás azúcar, por manotones, para volver a enquistarte en tu lugar favorito, allá donde la luz llega pero nadie puede alcanzarte.
Son casi todos. Pocos, pero pedazos de mi puzzle personal. Los veo, los vibro y los sufro. Luego están los otros, los que se fueron. Algunos porque tuvieron que hacerlo, como Nanotin y el Cap. Pereira. Pero todos siguen guardados, bajo tres candados y cinco llaves, ocultos de las miradas, esperando que algún día sientan el silbido que suelto cada noche, cuando salgo con Marvin a desangrar las noches ajenas.


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