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Tomo una mano al viento

En la elegante curva donde las Calles Trípoli y Recavarren se abrazan están las oficinas de una multinacional agencia de publicidad. A su alrededor, en las respectivas aceras, aún se mantienen vigentes los árboles vigorosos que con sus plácidas ramas, llenas de años, brindan una ligera cubierta que refresca no solo la temperatura, sino la vista.

Recorrer ese abrazo de camino al Malecón logra confundir mis pasos en la memoria del tiempo. Piso unas hojas secas, unas calles nuevas que antes, en otro lugar --también muy cerca del mar-- me pertenecieron.

La reconocida casa publicitaria ocupa las entrañas de una antigua casona, ahora pintada de pulcro blanco. Seguramente en sus años señorones, servía de residencia de verano para esos encuentros con la gentita limeña que ahora no tiene dinero sino apellidos de oropel. Entonces --como ahora-- casa de secretos cuyas paredes, con tanta pintura, siempre guardarán. Piel de viejos rubores, sal de las mismas heridas, humor que resiste el paso de los inviernos y de la sonoridad de los primeros recuerdos sobre otros pies y dentro de otras manos.



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