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Y esto fue lo que pasó (MG)

MARIA GUILERA




En aquellos años, que recuerdo como los más felices de mi vida, nunca había probado platos exquisitos en el sentido que hoy daríamos a ese adjetivo. Pero hoy, tanto tiempo después, sé que probé casi a diario lo mejor de la gastronomía.
En una Cazuela de barro mi madre preparaba, pongamos por caso, un guiso de hortalizas variadas. Patatas, cebollas, calabacines, berenjenas y pimientos que vaciaba cuidadosamente para rellenarlos con albondiguillas de carne de cerdo y ternera. Dejaba que se cocieran a fuego lento sobre un buen sofrito al que añadía vino blanco y un majado de ajo, perejil, almendras y algún otro ingrediente que desconozco. Recuerdo que añadía pan rallado sobre el relleno, cubría la cazuela con la tapa de aluminio y de vez en cuando vigilaba por si hacía falta añadir un poco de agua. Al rato, sostenía la cazuela con un trapo, la levantaba y a una distancia mínima del fuego le daba un meneo enérgico y preciso para volver a dejarla en su lugar. Entonces su boca adquiría un gesto que significaba todo va bien, o hay que bajar la llama, o todavía le falta un rato. A ella nunca se le agarraba nada al fondo, ni le quedaba la comida insípida ni faltaba una ración para quien quisiera repetir.
Mientras viví con mis padres consideré su arte de cocinera como un quehacer atávico que apreciábamos todos, pero que yo no pensaba  perpetuar. Cuando tuviera mi propia casa, en mi familia la comida sería solo para alimentarse, no perdería el tiempo en la cocina. Mi época me rescataría de ese escenario, me llevaría a reuniones, me abriría libros, desplegaría mi mirada al arte en cualquiera de sus acepciones, me subiría a trenes que cruzarían fronteras, me empujaría a relaciones anticonvencionales, pondría nuevas banderas en mis manos, arrasaría costumbres y ritos. Y todo eso, fuera de la cocina.
Ocurrió sin embargo, no un día, sino en un tiempo no mesurable que se deslizó sinuoso como un reptil, que me sentí crecer mientras sobre una tabla el cuchillo hacía cortes ágiles y seguros, mientras la cuchara removía las salsas y sin ningún temor añadía una pizca de sal, un chorrito de jerez o unos granos de pimienta. Así que soy esta, pensé. La que sin darse cuenta levanta la cazuela a una distancia mínima del calor de los fogones y la menea con instinto.
Y en la boca se me dibuja, probablemente, un gesto que significa todo va bien, o hay que bajar la llama, o a esto le falta un rato más.


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