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Scalextric (VA)


Vicente Aparicio Bádenas
(Foto: Yves Lorson-Cultura Inquieta)


 Algún día, no sé cuando, iremos a ese lugar
donde realmente queramos ir
y caminaremos por el sol,
pero hasta entonces los vagabundos como nosotros
hemos nacido para correr.
Born to run, Bruce Springsteen

 

Conduzco deprisa, muy deprisa. A doscientos por hora, los Rolling aúllan en la madrugada. Los altavoces están en buena forma y Jimmy Hendrix, Los Ramones, The Doors esperan su turno acoplados al delicado vértigo del tercer carril. Estoy despierto como nunca. Soledad y destellos. Soy el dueño del Scalextric, un scalextric por cuya pista circula un coche solitario. Soy yo. Aprieto el mando con suavidad, hasta hacer tope, y compruebo que, sin salirnos de la guía, seguimos deslizándonos. El tacto del mundo en la planta del pie. Es la felicidad, casi.

He de ver a Maite como sea.

Soy abstemio y tengo un bar. Es mi penúltimo capricho para no quedarme quieto. Un local de copas donde antes hubo una autoescuela. Los estudiantes se reúnen de noche para beber cerveza, practican juegos de poder y coordinación grupal entre bromas amistosas. Unos brillan, se pavonean, otros dibujan medias sonrisas buscando las sombras. Hay parejas incipientes que se besan dentro de burbujas traslúcidas. No hace tanto que yo habitaba su edad, a mi manera. Esa frescura. No gano dinero: me entretengo. Antes llevé un videoclub y una tienda de discos. Antes aún, un chiringuito de pollos a l’ast en la costa. Por las tardes trabajo en la emisora local pinchando discos. ¿Quién era? ¿Heráclito? El del río. Siempre necesité cambiar, vivir sensaciones nuevas. Observar.


Debo estar a mitad de camino, han pasado dos horas.


Nos conocimos en una extraña fiesta. Un amigo de un amigo de Luis tenía una casa en medio del bosque. Tardamos mucho en llegar, nos perdimos varias veces. Al tomar el último desvío, la música había empezado a hacerse notar. Led Zeppelin. La brújula que necesitábamos, traída por el viento. Salimos del coche. El volumen se volvió inverosímil. Era un caserón enorme, el patrimonio histórico de alguien con mucha pasta. El edificio palpitaba saturado de energía. Atravesamos el portón. Habría allí más de cien personas, un magma amasado por el alcohol y el paso de las horas. Veníamos de afuera, de otra temperatura. Llamaban la atención los techos tan altos, los ojos vidriosos, que hubiera tantas habitaciones. Una nube de humo flotaba sobre las cabezas.

Maite estaba allí.

Llevaba un vestido negro y bailaba con una copa en la mano en una sala pequeña, junto a un piano que parecía de otro siglo. Su lánguida danza casaba bien con el quejido abrupto de la música. Ella parecía estar muy lejos. Alguien me ofreció un whisqui. Decliné la oferta y, en ausencia de Luis, me acomodé en una butaca baja, elegante, forrada con motivos orientales. Fumaba de un modo vehemente. Sus movimientos, su mirada, lanzaban un desafío inconcreto, el parapeto de una rabia que no parecía posible esconder. Pero en sus ojos se veía también, agazapada y tangible, a una niña. Una niña que se divertía.

En Maite no hay simulación. Nada es pose, todo es verdad. O la tomas o la dejas.

Un par de horas más tarde, no muy lejos de los rescoldos de la fiesta, el Audi de Luis derrapaba por un terreno sembrado de baches. Quien conducía, empapada en alcohol, era Sofía, la amiga de Maite. El coche brincaba sobre las raíces de los árboles y, de pronto, desandaba el camino en una disparatada marcha atrás alentada por un coro de risas. Sofía y Luis proferían alaridos. Maite y yo les secundàbamos con risotadas miméticas. Por lo demás, permanecíamos los dos en silencio. El coche se detuvo al fin. Empezaron a besarse. Maite me miró, los ojos desmayados, muy seria. Se estiró, se recostó en Mis Piernas. Se quedó dormida. Ya había amanecido.

Salida 43, 12 km.

Conduzco deprisa, muy deprisa. El tiempo se ha deslizado por los surcos de asfalto y casi he alcanzado mi destino. El disco del sol asoma por el horizonte, al fondo de la línea blanca de la autopista. Oigo por tercera vez las notas finales de Born to run y, maquinalmente, doy la orden de recomenzar. In the day we sweat it out… He venido hasta aquí tantas veces. Soy un espía, un espía aficionado de contrastada experiencia. Siempre me hizo falta apostarme en una esquina y mirar. Ver sus vidas consumándose al margen de mí. Mirar desde fuera.

Pero hoy ya no.

No ha sido fácil esta vez. Maite es una canción que va a quedarse para tiempo. Triste, vigorosa, esencial. Una reconciliación con la vida. Una canción a la que necesito volver una y otra vez. Pero no debo. La verdad aflora siempre de noche, en una esquina de la madrugada. Soy un espía que reincide cuando ya ha acabado su tarea. No es necesario insistir más; asumo mi derrota. Sueño con el beso eterno que no nos dimos, con su cabeza mil veces recostada sobre mis piernas. Sigo despierto. He de dar la vuelta ya. Regresar, cerrar el bar, quedarme quieto. Volver a empezar. Más que nunca volver a empezar. Dejar de correr.

Jamás olvidar.

Tomo la salida 43, sigo obedientemente el trazado del scalextric, me reincorporo a la pista en dirección a casa. El amanecer ha puesto fin a su tarea. Soy yo. Veo por el retrovisor esta ciudad que no es la mía. Piso el acelerador, hasta hacer tope, hasta que ya no hay más. Subimos el volumen de la música.

Salir corriendo. 

 


 



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