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Billares (VA)

Vicente Aparicio

Íbamos por las tardes al salón deportivo. Jugábamos a billar americano y a Pingpong. Poníamos música en el Jukebox. El piso de arriba era nuestro territorio. Abajo triunfaban las máquinas del momento, aparatosas, ruidosos videojuegos que simulaban carreras de coches y motos. Nosotros pasábamos de largo hasta el fondo de la sala, subíamos las escaleras y llegábamos a nuestro refugio. Era a principios de los noventa.
Oíamos un poco de todo. Lo que se llevaba. Nos gustaba más o menos lo mismo, a Andrea y a mí.
Loosing my religion, Shinny happy people. Entre dos tierras. Chiquilla. Joyride, de Roxette. Knocking on heaven’s door, la versión de Guns’n’Roses. Smells like ten spirit, de Nirvana. Nothing Else Matter. Celtas Cortos, Queen, Red Hot Chili Peppers, Enya y Vanilla Eye, incluso. Por supuesto, Pearl Jam… Sonido Seattle y Los 40 Principales. Pop español y heavy metal. Sin renunciar a algunos prejuicios -la rumba, por encima de todo-, nos gustaba lo que nos gustaba y punto. No importaba la opinión de los demás.
No duraron mucho tiempo, aquellos Billares. Un par de años. Estaban en el edificio donde aún viven mis tíos, a diez minutos caminando de la que después fue nuestra casa. Eran unos billares atípicos, tardíos, muy nuevos para pertenecer a un tipo de locales por aquel entonces estaban ya en vías de extinción. Un sitio tranquilo, con baja densidad de quinquis. Siempre nos pareció apto para gente como nosotros, gente normal. Después pusieron allí un restaurante chino, más tarde un bar musical, ahora hay un centro de estética.
El encargado coqueteaba con Andrea. No es que pasara nada. Simplemente, los dos eran sociables y simpáticos por naturaleza, pero yo me ponía negro. A partir de cierto momento, empecé a no querer ir, pero a ella no había manera de quitárselo de la cabeza. Jugaba mejor que yo a billar y no se le daba mal el pingpong. Discutíamos: me daba la impresión de que Andrea no le paraba suficientemente los pies. Y mi mera presencia no resultaba muy intimidatoria, aún menos en un ambiente como aquel, por muy normal-dentro-de lo-que-cabe que fuera.
Un día me encaré con él. Se llamaba Anselmo. No creía que guardara las distancias lo suficiente. Perdí como nunca los nervios y le dije de todo. El repertorio completo. Él me plantó cara y, sorprendido, me vi a mí mismo dándole un puñetazo en la cara. Fue la primera y única hostia que le he dado a alguien en toda mi vida. No infligí gran daño en las filas enemigas. Y recibí mi parte, por supuesto, aunque no me cabe duda de que él más bien se contuvo.
No volvimos. Tiempo más tarde estuvimos cerca de comprar una mesa de pingpong para tenerla en casa. Ya vivíamos juntos. Al final desistimos. Sencillamente, no cabía.

 

Tengo un recuerdo bonito y contradictorio. Fue una extraña historia de amor. Faltaba poco para los Juegos Olímpicos.
Jordi y yo lo pasábamos bien juntos. Había tenido antes un par de novios más o menos formales y algún rollete, pero él fue el primero con quien desde casi el principio pareció claro que podíamos ir en serio. Nos sentíamos hijos de obreros, progresistas, demócratas. Gente de barrio con padres que habían peleado para salir adelante en un mundo gris, cada uno a su manera, y que no tenían mayor objetivo que ponernos en bandeja una vida mejor. Los dos éramos universitarios. Con nuestros complejos y nuestros topes bastante claros, creíamos en el futuro discretamente.
Nos interesaban el cine y la literatura. Veíamos buenas películas y leíamos buenas novelas y después hablábamos y discutíamos sobre esas películas y esas novelas. Kubrick, Polanski, Scorsese… Cortázar, Camus, Virginia Woolf…. Pero no con pedantería, pienso, sino sabiéndonos privilegiados. Hacíamos planes para vivir juntos.
También nos íbamos a casar. Nos ofrecerían un contrato fijo que nos habríamos ganado a pulso. Ahorraríamos. Viajaríamos por Europa. Tendríamos dos o tres hijos.
Nos gustaba jugar. Quedábamos con nuestros amigos para echar partidas de cartas que se alargaban hasta la madrugada. Teníamos una colección de juegos de mesa. Íbamos por las tardes a los billares nuevos de la calle América. Jugábamos a pingpong y poníamos música en el Jukebox.
No sé qué pasó. Me refiero a Anselmo. Me gustaba su espontaneidad. Nos veía llegar y decía: Hombre, ya está aquí la parejita. No tenía ninguna intención de ofender. Seguramente nos envidiaba. Nos llamaba los del piso de arriba.
Saltaba a la vista que no pertenecía a nuestro mundo. Era simpático, bastante pinta, nada del otro mundo. Pero me dejé llevar. Creo que me entró miedo. Miedo al futuro, supongo. Había algo que no me acababa de cuadrar. Por eso me metí en aquello.
Una mañana me lo encontré en la puerta del Mecarapid. Yo iba a aprender mecanografía. Él no, él iba justo enfrente, al CAS. Aquí, a por metadona, dijo sin esconderse. La mala vida ya se sabe, añadió. Y ahí empezó todo.
Dos palabras me vienen a la cabeza. La primera es ternura. Una ternura mutua, que nos merecíamos, quiero creer. La otra es secreto. Ocultación. Una sensación desagradable, triste. Pronto lo dejamos estar. No soporto mentir, pero tampoco era capaz de decir la verdad. No sé si Jordi sabía. Sospechaba; hubo incluso una absurda pelea entre ellos. La solución fue cortar por lo sano.
Jordi y yo tenemos tres hijos: Luna, Pablo y Marc. Son ya personas adultas. Lo último que supe de Anselmo, hace siete u ocho años, es que trabajaba en Parques y Jardines. Y que tenía una moto.



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