Mónica Sabbatiello (Foto y recuerdos: Vicenç del Hoyo)
Mi primera Escuela era un barracón de madera en medio de un descampado. Olía a bosque y estaba viva. Escuchábamos el trajín de la carcoma que construía galerías y túneles. Los insectos desplegaban un esfuerzo intenso cuando estaban solos y los lunes las tablas del suelo mostraban importantes rastros de serrín. Algunos padres auguraban una desgracia: las larvas debilitarían los frágiles cimientos y se vendría abajo. A los chicos nos gustaba aquel garito, era como de un cuento de Hansel y Gretel. En él aprendí a leer y escribir y también supe de la complicidad entre compañeros y de la alegría de la amistad. Fue el fundamento de mi vida adulta.
En el silencio de las clases, cuando estábamos callados, se agrandaba el rumor de las larvas. Nosotros las cazábamos y las llevábamos en frascos al bosque. Por votación decidimos no matarlas. Solo enterrarlas vivas. Pero aquel año, antes de marchar de vacaciones, un presentimiento parecía flotar en el ambiente escolar, un temor entre los profesores, una intuición quizás. Sin embargo no fue por culpa de la carcoma que nos quedamos sin escuela, sino por el fuego que, una tarde ardiente de verano, se devoró el barracón.
Cuando volvimos en septiembre, no estaba más.
Solo restos chamuscados. Si no recuerdo mal, alguien levantó sospechas sobre algunos padres, sobre aquellos que insistían en que aquella casita de cuento no era un adecuado centro de estudios.
La escuelita quedó en los huesos, puro esqueleto, palos y techo. Anunciaron que se prolongaban las vacaciones. Y aunque en un comienzo festejamos a los saltos, pronto nuestra alegría se esfumó. Debajo de unas viñas, al lado del campito donde los profesores y los padres se reunían con un sacerdote para buscarle una salida al asunto, nos confesamos la pena. Los niños no queríamos otra escuela que la chabola de madera, la inviable, la que ya no existía.
El párroco de una iglesia cercana cedió sus locales para que pudiéramos tener clases. Los bancos eran pequeños y duros. Los pupitres no tenían marcas ni historia. Las ventanas parecían de cárcel, con rejas. Para colmo olía fuerte, al amoníaco que usaban para limpiar. Más importante que aprender era portarse bien, las sotanas nos vigilaban.
Yo oía murmurar a mis padres contra la formación religiosa y sobre lo urgente que era solucionar aquello. Estuvieron entre los organizadores de un centro de estudios laico, que funcionara como debía. Empezaron las suscripciones voluntarias para comprar una parcela donde levantar una escuela, que terminó pareciéndose a un edificio de departamentos. Al barrio había llegado mucha gente y escaseaban los solares.
Aquella escuela vertical no tendría nunca el misterio de la casita de madera, sus ruidos, su serrín, y tampoco el aroma a bosque, a árbol. Al menos quedaba cerca de casa. Para ir tardaba quince minutos. Salía apurado, atragantado con los últimos trocitos de bollo con chocolate.
Muy distinto era el regreso.
La pandilla, que formábamos cuatro, todos vecinos de la misma calle, se fue animando a la aventura. Nos perdíamos en los matorrales de la cercana montaña de Collserola, en donde alguna vez nos topamos con jabalíes. Jugábamos en los descampados que había más allá del límite de la zona urbanizada. Chapoteábamos en las rieras, en los barrizales, y nos lanzábamos por los barrancos.
A veces teníamos que lavarnos en una fuente. Muertos de risa cuando alguno tenía la cara sucia y más todavía si aparecían por allí las compañeras del colegio. En cuarto o quinto se sumaron a nuestras aventuras dos hermanas de sendos amigos, y entonces, casi sin darnos cuenta, comenzamos a cuidarnos, a intentar no ser tan bestias. Una de esas niñas, Elizenda, era más lanzada que nosotros y nos tiraba boñigas de algún animal que llevaban a pastar por allí. Una vez terminé con ella entre las raíces de un gran árbol, en una pelea o en un abrazo. No lo sé bien.
El barro de los zapatos me delataba ante mi madre, por eso cuando se me hacía tarde recogía un ramo de retama para que pensara que me había retrasado por haber ido a buscarle esas flores amarillas. Creo que nunca se tragó el anzuelo.
Esas correrías estuvieron bien, aunque no me consolaron por haber perdido en el incendio un trozo de cuento de mi infancia.
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