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El caudillo (VA)


Vicente Aparicio (Foto: Ron Adair)

Hasta el jueves no tenía que volver al colegio. A los de su curso les había tocado aquel año una de las aulas que daban al exterior. Desde su pupitre se veían los pisos altos del cinturón de ronda y el colegio de las monjas, y la señorita Gomez le llamaba a menudo la atención porque se distraía mirando por la ventana. A Molina no le costaba perder el hilo. Le fascinaban las historias bélicas. Por su cumpleaños, le habían regalado Batallón de castigo, de Sven Hassel, y desde entonces se imaginaba a menudo con un uniforme de campaña en medio del fragor y el sinsentido de la Segunda Guerra Mundial. Dentro de su cabeza, para llevarle la contraria a su padre, disparaba sin compasión a todos los alemanes que se le ponían a tiro, al grito de: ‘Muere, cochino nazi’. La legión de los condenados, Gestapo, Liquidad París, General SS…, todos se los había leído en unas semanas, y después reproducía paso a paso las aventuras y desventuras de los protagonistas con sus soldados y sus tanques de juguete desperdigados por toda la casa. Su madre no le llamaba la atención, porque le gustaba verlo entretenido. Solo le pedía tenerlo todo recogido antes de que su padre llegara de la droguería, y en eso él siempre le hacía caso.

No tenía que volver aún al colegio porque Franco había muerto y les habían dado una semana de fiesta. Su padre estaba de mal humor. Nunca antes lo había visto llorar, pero el día en que se conoció la noticia vio como se le saltaban las lágrimas. Y desde entonces, cuando volvía de la tienda, no paraba de despotricar contra los rojos, más que nunca, y a él le había recriminado un par de veces que leyera novelas de propaganda comunista. ‘Más disciplina y menos novelas’, le había gritado la noche anterior. Pero a Molina, en realidad, por una oreja le entraba y por la otra le salía. Él estaba nervioso por otro motivo. El último día de clase, la señorita Gómez le había puesto una papeleta por mal comportamiento. Después del fin de semana, seguía guardada en la habitación, dentro de la cartera, y no se había atrevido a sacarla para que se la firmaran. A la hora del recreo, uno de los gemelos Casas le había dado una colleja porque se había ido al barbero y él, que no soportaba a aquel niño, le había tirado una piedra con todas sus fuerzas y le había dado de lleno en la pierna. Solía rondar a los más gamberros de la clase para que le incluyeran en su grupo, pero sin mucho éxito.

-¿Puedo bajar un rato a casa de Elisa? -le preguntó a su madre.

-Sí, pero no vuelvas tarde. Y sobre todo, que no se entere tu padre. Recoge ahora o luego no te dará tiempo.

Salió corriendo entusiasmado, sin hacer caso. Ya volvería antes de las siete y media para recoger. Si se lo proponía, acababa en un momento. La vecina del 2º 1ª se llamaba Elisa. Iba al colegio de las monjas. A veces, en el camino de vuelta, la veía caminar por la acera de enfrente con varias compañeras suyas, todas vestidas de uniforme. Le gustaban las piernas de Elisa porque eran muy blancas y, cuando se sentaba en el suelo, en la habitación de su casa, se le hacían siempre unas marcas rojas. Ninguno de los dos tenía hermanos. Cuando bajaba a verla, no hacía falta pensar a qué jugar. Se pasaban el rato hablando de cualquier cosa y nunca se aburría.

-Hola, Manolito, pasa -le saludó la madre de la niña-. Elisa está en su habitación. Ja ho sents, con los dichosos discos. Ya te abro yo la puerta, que ella no habrá oído ni el timbre.

Los padres de Elisa eran maestros. El señor Eusebi trabajaba en un instituto y ella daba clases de repaso allí mismo, en la mesa del comedor. Elisa tenía dos años más que él. Ya iba a Séptimo.

-Hola -le saludó Elisa-. ¿Te has enterado?

Estaba sentada a los pies de la cama. Dentro de una funda de plástico, la portada de un disco mostraba una fotografía enmarcada sobre un ancho fondo blanco en la que dos hombres trajeados se daban la mano en medio de una calle vacía. A uno de esos hombres le ardían la ropa y el pelo. Elisa tenía un primo más mayor que ella que viajaba mucho por Europa y que se acababa de comprar una Bultaco. Él era quien le recomendaba esas músicas tan raras que Molina no había oído en su vida. Y le traía discos. En realidad, no le atraían nada los gustos musicales de su vecina, y aún le gustaba menos que pusiera los LP del señor Eusebi, que siempre eran de Raimon, Lluís Llach y cosa parecida. Su padre se subía por las paredes cuando oía sonar esa música los fines de semana por el patio de luces. Ya está el separatista dando la matraca con el cancionero, decía. En su familia solo se escuchaban canciones en el radiocasette del coche, y casi siempre las mismas cintas: Tony Dallara, Antonio Machín y Manolo Escobar. Y vuelta a empezar.

-De lo d’en Franco.

-Hombre, claro.

Y entonces ella le contó que el otro día, poco antes de que las monjas les anunciaran que tenían que marcharse a casa por lo del caudillo, se habían quedado solas en clase porque sor Elba tardaba en venir, y también se habían quedado solas las niñas de la clase de al lado. Las del ‘B’, las de sor Patricia. Como las puertas de las aulas estaban abiertas, de una clase a la otra se oían hablar y reír como si estuvieran en el recreo. Nadie se movió de su sitio, porque las monjas son muy estrictas, pero había sido tan divertido. A Molina le vino a la cabeza una imagen de esas niñas, todas vestidas de azul, guardando la fila a la salida del colegio, y de pronto irrumpió en su mente otra imagen muy distinta, la de un carro de combate alemán atascado en las montañas nevadas del invierno ruso. La extraña sucesión de ambas estampas le hizo tardar unos segundos en regresar a la realidad de la habitación de Elisa. Estaba llena de objetos que a él le parecían insólitos, como el póster de Tiburón que ocupaba la pared frontal del escritorio o la lengua de los Rolling Stones estampada en una tela grande y blanca que colgaba junto a la cama.

-Y tú, ¿por qué vas a un colegio de monjas?

-Y yo qué sé, pregunta-li a mon pare.

-Pero tu padre es rojo...

-Y a mí qué. Oye, Manolito, a tu t’agraden els arcs de sant Martí?

-Sí, bueno, no sé, no me fijo mucho. ¿Sabes que los alemanes mataban a todos los guerrilleros rusos que encontraban en el bosque y violaban a las mujeres a las que hacían prisioneras? -Se arrepintió enseguida de haber sacado aquel tema, pero necesitaba decir algo impactante, algo que pudiera llamarle a ella la atención. Inesperadamente, pareció interesada-.

-Y en esos libros que lees, ¿quién gana: els nazis o els altres?

Aquella pregunta era de algún modo una victoria. Pero cuando se disponía a saborearla, la madre de Elisa abrió la puerta de la habitación para hacerle saber que le llamaban ya para la cena. Jo, dijo, alargando mucho la ‘o’. Se despidió y salió corriendo, subiendo los escalones de dos en dos. Estaba de tan buen humor que incluso decidió que le hablaría por fin de la papeleta a su padre después de la cena.

-¿Y los soldaditos? -le preguntó a su madre al entrar en casa.

-No te preocupes, hijo, ya he recogido yo.

No pasaron más de diez minutos antes de que llegara su padre.

-La ETA se ha cargado a un alcalde de un tiro en un pueblo por allá arriba. ¡En su misma casa! -anunció al sentarse a la mesa después de lavarse las manos y ponerse el pijama y la bata-. Ni siquiera con el cadáver de Franco aún caliente, tiene cojones…

-No empieces, Rafael -le interrumpió su madre-. No empieces o te juro que me voy a cenar a la cocina yo sola y... No empieces, te lo pido por favor. No... empieces.

De postre había natillas. Cuando se las terminó, Molina entró en su cuarto y cerró la puerta discretamente. Abrió la caja de rotuladores y eligió uno de color verde. En una libreta de hojas cuadriculadas pintó un corazón. Como no tenía paciencia para dibujar, le quedó algo vencido hacia un lado. Repasó el trazo varias veces hasta que tuvo un contorno ancho y luego atravesó la figura lentamente con una flecha. Se ruborizó. Al oír unos pasos que se acercaban, arrugó el papel. Iba a tirarlo a la papelera, pero los pasos continuaron adelante por el pasillo. Alisó el papel con la mano como pudo y escribió una I mayúscula junto al origen de la flecha y, en el otro lado, Pink Floyd. Qué bien, se acordaba del nombre del grupo. También hubiera sido buena idea dibujar un arco iris, pero no se le había ocurrido a tiempo. Dobló la hoja en dos, con el dibujo hacia adentro, y la metió en la cartera, por donde estaba también la papeleta. Aún quedaban dos días antes de volver a la escuela.




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