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La curandera (VA)

Vicente Aparicio (Foto: Agustín Rueda Palomares)
Cuando mi padre tenía nueve años, la Abuela Carmen enfermó gravemente de unas fiebres. Vivían en una pedanía, a hora y media andando del pueblo más cercano. Una noche ella, deshidratada, empezó a delirar. Aviaron al macho y la auparon como buenamente pudieron a su grupa. Antes de partir, sometido ante la primitiva autoridad de su madre, el Abuelo accedió a cambiar el destino de su ruta. No iría a Sarga a pedir consejo al médico más cercano, sino a Hermosilla, donde eran famosos los éxitos de una renombrada curandera. Recorrieron treinta kilómetros que al pobre hombre, según decía, le parecieron cien. Semiinconsciente, ella expresaba con hirientes quejidos su sufrimiento, mientras desde algún lugar de la sierra el viento traía el aullido de los lobos.


Iba el abuelo durante el trayecto lamentándose de la suerte de su esposa, que en aquellas horas aciagas parecía dirigirse hacia un final lamentablemente digno de una vida fecunda en penalidades.

 

La abuela no conocía a sus verdaderos padres. La habían abandonado recién nacida en la plaza Mayor del pueblo, junto a la fuente, y su infancia había transcurrido en un hogar de adopción que, en aquella época exenta de ternuras y formalismos, no llegó a concretarse sino por la fuerza cruda de los hechos consumados. Vivió sus primeros años con más pena que gloria hasta que un día, por fin satisfechos por la providencia los deseos de su familia adoptiva de criar a una hija consanguínea, tuvo que partir, acostumbrarse a un techo distinto y vivir en nuevas compañías mucho menos gratas. Así la encontró él una mañana algunos años más tarde, cuando en un alto en el camino…

 

Se interrumpieron los pensamientos de mi abuelo al divisar a lo lejos la torre de la iglesia de Hermosilla. La curandera, así se lo había indicado su madre, moraba a la entrada de la aldea, en la segunda casa tras dejar atrás el lavadero. Era como las demás una construcción de piedra desvencijada, maltratada por el paso del tiempo. Le llamó la atención al hombre, y así nos lo explicó después muchas veces, que su interior estaba repleto de trastos viejos, y que decenas de imágenes de cristos, vírgenes y santos poblaban las paredes.

 

Acomodaron en un camastro a mi abuela con la ayuda de unos vecinos. Ante el estupor de su marido, la curandera - Isabel, se llamaba- inició al cabo de unos minutos una convulsa danza. Daba fuertes sacudidas con los hombros y con la cabeza y a cada tanto, se tendía súbitamente en el suelo mientras entonaba cánticos en una lengua improbable. Una vez terminada su ceremonia, fuera de la casa ya, la mujer le indicó a mi abuelo que para concluir la curación tendrían que ir a por agua a un manantial situado a pocos kilómetros de allí. Y con un palo dibujó en la tierra el camino para que pudieran hallarlo sin perderse. Hacia allí se encaminó mi pobre abuelo con toda su buena fe -y con mi abuela frágilmente asentada sobre la montura, muy enferma aún-, a recoger agua en un cántaro y a bendecirla mediante un padrenuestro y un avemaría, las únicas oraciones que había aprendido en casa y en la escuela.

 

En el camino de vuelta, la abuela Carmen empezó a mostrar signos de una tímida mejoría y él se animó a mojarle brevemente los labios. Cuando pudo tragar, fue dándole pequeños sorbos y en dos días pudo ya tomar algo de sopa. En menos de una semana se levantó. Mi abuelo siempre recordaba que él no volvió a oír los lobos y se complacía en afirmar que, a pesar de las evidencias, seguía sin creer en los milagros.

 

Pero el milagro vino después. Mis dos abuelos habían fallecido ya. Un día, cuando la jubilación de mi padre era aún reciente, mientras se dirigía al horno a por el pan y unas magdalenas, fue abordado en la calle Mayor del pueblo, junto a la fuente, por una mujer de su misma edad. Le preguntó si era hijo de Carmen Villanueva a lo que él no pudo dar otra respuesta que un ‘sí’. Traía aquella mujer la firme determinación de revelarle un secreto. Un secreto familiar largamente ocultado durante décadas en el interior de una casa en la aldea de Hermosilla. Aquella mujer danzante era la verdadera hermana mayor de mi abuela, a quien sus padres habían confiado al destino abandonándola en algún lugar por escabrosas razones cuyos detalles prefería obviar por el momento por ser largos y penosos de explicar. Se llamaba Isabel y se ganaba la vida como curandera.



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