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Visitas (MG)

Maria Guilera (Foto: Rosita Delfino)
Coincidí en el rellano con la vecina de enfrente.  Hasta ayer tan solo nos habíamos saludado, hola y adiós. Según dijo llevan aquí muchos años, esta ya era la casa de sus padres.
Es una mujer menuda, con una sonrisa apenas perceptible que me pareció algo irónica. Me hablaba con amabilidad y eso me animó a preguntarle sobre las voces que a veces oigo por las noches.
–Me ha parecido escuchar a su Marido que la llama algo alterado. Si se encuentra mal y podemos echar una mano… sea la hora que sea.
La mujer suspiró mientras movía la cabeza de un lado a otro.
–¿Les despertamos? -preguntó-. Ay, cómo lo siento…
Me pareció que quería contarme algo más y le pedí que entrase en mi casa. No se hizo de rogar, dejó en el recibidor el cesto de la compra y se sentó conmigo en la cocina. 
–Cómo se lo diría -empezó-. Mi marido ve gente en casa. Por la noche cree que le visitan en su habitación.
Aunque con algo de esfuerzo, logré mantener una expresión serena, como si me hablase de un hecho normal. Ella se animó a continuar.
–Son unos hombres muy altos, vestidos de blanco, que le miran desde la puerta antes de entrar en el dormitorio y luego, según me cuenta, se sientan a los pies de la cama. Algunas veces le miran a él, pero parece que por regla general lo hacen al infinito. Entonces mi marido me despierta para que les vea yo también, pero claro, eso no es posible.
–Quizás está dormido y confunde los sueños con la realidad.
Mi vecina sonrió.
–No, no…, está bien despierto. Yo no puedo verles porque apenas distingo algunas sombras, he perdido casi completamente la vista.
–¿Qué me dice? Pero si yo la he visto en la calle ir de acá para allá. Nunca lo hubiera imaginado.
–Sí, bueno… conozco bien la escalera, nuestra calle y las de los alrededores. Son muchos años de vivir en el barrio y tengo buena memoria. Pero ver, lo que se dice ver, no veo. Así que a esos hombres, en caso de que estuvieran ahí, tampoco les distinguiría.
Aproveché un silencio para calentar el agua y servirnos una tila a cada una. Ella cogió la taza y se calentó las manos antes de seguir con su relato.
–Yo intento calmar a mi marido, pero es un hombre de poca paciencia. Cuando está de buen humor recibe bien a los visitantes, pero si no es así agarra el vaso de agua que le dejo sobre la mesilla de noche y se lo lanza a la cara. O la zapatilla, si la tiene a mano. Si no se van, les insulta con malos modos. Es eso lo que usted debe escuchar.
Me quedé callada. No me pareció que pudiera contarle a mi vecina que mi marido había querido llamar a los “Mossos” más de una vez, ni que yo seguía los gritos por el pasillo con la oreja pegada a la pared.
–Usted debe pensar que estamos locos. Y bueno, él muy bien no está, es cierto, y yo ya empiezo a hartarme de tanto ir y venir de gente.
–Es natural -asentí.
Mi vecina removió con la cucharilla la tila y tomó un par de sorbos. Eso la animó a continuar la charla.
–Aparte de los hombres altos, ayer entró un oso.
–¿Polar? -pregunté por decir algo.
–No, no. Era un oso pardo, cómo le diría yo, más de los nuestros. Se paseó tranquilamente por el dormitorio y abrió el armario. Mi marido es un amante de los animales, pero claro, todo tiene un límite. Más por defenderse de un posible ataque que por hacerle daño, le lanzó una silla. El animal se marchó despacio, sin inmutarse. Ustedes deben despertarse con tanto trajín, que mal me sabe.
Le dije que no, que nos acostábamos tarde y que no se preocupara. Ella se disculpó de nuevo, pero dijo que no veía cómo evitarlo.
–Mire -continuó-, el verano pasado vinieron sus abuelos a visitarle. Por lo visto entraron por el balcón. Me dijo que les había encontrado muy bien conservados. Haciendo cuentas, les calculamos unos 130 años. La pena era que él les preguntaba cosas pero no le contestaban nunca. Esa fue muy buena época, estábamos tranquilos, pero a primeros de octubre se retiraron.
–¿Sus hijos lo saben? -pregunté.
–Uy sí, sí. Quisieron convencer a su padre de que todo lo que le ocurría eran alucinaciones, pero él, erre que erre. La novia del mayor vino un día con unas ramas de romero y otras hierbas y nos obligó a seguirla en procesión mientras las sacudía por el cabezal y los pies de la cama, también por la colcha, las mesillas de noche, el armario y la cómoda. Repetíamos unas letanías y al final nos frotó a todos, sobre todo a él, para limpiarnos de malas energías. Pero ni así.
–Por probar no se pierde nada, claro -le contesté.
La señora parecía encantada de explicarme los detalles.
–Para demostrarle que no entraba nadie, que todo eran imágenes en su mente, los chicos montaron una cámara de video sobre un trípode y la dejaron funcionando para grabar la llegada de las visitas. Lástima que al levantarme yo sobre las cinco de la madrugada para ir al lavabo, tiré al suelo todo el artilugio. Al no ser un objeto usual, no lo tenía controlado. Me llevé una bronca, la cámara se rompió. Mi marido no quiso volver a probar el experimento, dijo que por lo de los derechos de imagen, que ahora por lo visto las cosas se están poniendo muy serias.
Suspiró otra vez y me preguntó la hora.
–Casi la una -le dije.
–Me voy -contestó al tiempo que se levantaba-. Comemos a las dos y voy un poco lenta en la cocina.
La acompañé hasta la puerta y le di el cesto que había dejado en el suelo. Antes de que saliera le sujeté un momento el brazo.
–Pero dígame, ¿usted también cree que vienen?
Se encogió de hombros y mientras rebuscaba las llaves me explicó que hubo un tiempo en el que pensó en cambiar de piso.
–No sé, por ver si a mi marido se le pasaban esas manías o por si les despistábamos. Pero luego, dándole vueltas, llegué a la conclusión de que las visitas ya eran tan de casa como nosotros. Y romper con ellas quizás sería peor, a saber quién ocuparía su lugar.
Metió la llave en el cerrojo con destreza y se giró para despedirse.
–Ya pasaré otro día y seguiremos hablando. En su casa, si no le sabe mal. Aquí nunca te dejan tranquila.


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