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Alegoría de la naranja

Fragmento de una historia que nunca sé si estará completa cuando la termine. Estuvo publicada en la vieja versión del blog, en algún momento fue el capítulo uno de una novela inconclusa. La traigo otra vez para quienes no tuvieron oportunidad de leerla.

[…]
Una vez entró en el almacén de su barrio.
—Un kilo de pan —le pidió al niño que estaba detrás del mostrador esa mañana.
—Mi papá dice que usted es un vago de mierda —respondió el infante.
Mario Chubut, hombre de pocas palabras, las justas y necesarias, sin inmutarse, respondió:
—Tu papá es un hombre sabio. Tu papá tiene razón.
Dicho esto, se puso a revisar la fruta de los cajones. Tomó una naranja, la sopesó, se la llevó a la nariz y aspiró su perfume. “Huele a orgasmo en un mediodía cuyano”, pensó.
El niño continuaba mirándolo.
—Mi mamá dice que usted es un pelotudo —dijo el pequeño.
Chubut, sin despegar la fruta de su cara, todavía con los ojos entrecerrados, respondió:
—Tu mamá tiene la mano chica.
Cuando el niño resopló, presto a soltar otro comentario, Chubut intervino con rapidez asestándole un naranjazo en la cabeza. Fue un movimiento veloz, de maestría samurai. Antes de que la sorpresa diera paso al llanto que inundaría el local, el hombre tenía ya otra fruta en la mano y se la llevaba con gracia a la nariz.
El crío salió corriendo y detrás de él flamearon las tiras plásticas de la cortina de colores que comunicaba al interior de la casa.
Unos minutos después apareció por la misma puerta la madre, ofuscada.
—Retírese, viejo sucio —le ordenó.
Era una mujer hermosa, a pesar de la caprichosa curvatura de su espalda. ¿Cuántas horas frente a la cocina hacían falta para ganar una giba como esa? Tenía el encanto de las damas cuyos sexos ostentan la fragancia de los jabones blandos, las manos ásperas y cocidas por el arañazo frío de las verduras arrancadas del huerto. Tantas ubres había sobado esta mujer… los milenarios secretos del ordeñe se agazapaban entre sus falanges.
Nerviosa, restregaba las manos en el delantal, empantanada en un ademán de secarse que no acababa nunca. Un ama de casa de pechos pesados, con la prenda formando un tirabuzón obsesivo que atrapaba sus puños cerrados.
Había en esa inquietud una emoción subyacente e impía. Su odio agigantado cubría cobarde la necesidad lasciva, la frustración, la remota posibilidad del sindicalismo.
Mario Chubut, pensador, estilista, hombre de pocas palabras, las justas y necesarias, la miró.
—Ese crío no es hijo de tu marido —dijo.
Tenía ahora dos naranjas en las manos y el cosquilleo pícaro del preludio para una erección.
—Yo… —dijo la mujer, ensayando una respuesta que murió como un quejido gutural en sus labios.
—Vos sabés que es hijo de tu pecado conmigo. No me amenacés. Me llevo dos kilos de naranjas y listo.
Ella, vencida y humillada ante la exposición del secreto más comprometedor, bajó la vista. Entre sollozos y con voz casi inaudible dijo:
—Uno con cincuenta, abone con cambio.
Mario Chubut, pensador, estilista, hombre de sueños y empanadas, conocía como nadie el corazón de las personas. Metió la mano y sacó un par de billetes, luego se retiró sin esperar su vuelto. Eran tiempos en los que hablar costaba un ojo de la cara. Tiempos en los que las mujeres se dejaban marchitar y la fruta estaba regalada.

***
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Hay una clara referencia a este episodio en El Libro de Mario para Mario, de donde extraigo estos textos. Es una cita suya y dice así:

“Mis hijos son la simiente anónima de mi fruta fermentada. Energúmenos e indiscutibles, corren por la vida latiendo la sangre mía. Yo los miro pasar frente a mi casa, anónimas escarapelas de noches delirantes que madrugaron sus madres en mi lecho.
La paternidad me redime.
Tengo la sangre caliente y el que se quema con ella, me ve y llora”.

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