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La tarde

Yo, sin rumbo fijo. El trole, bus de la ciudad, conduce la travesía. De norte a sur avanza lento con el día. Los portones metálicas de los almacenes a lo largo de la 10 de agosto permanecen cerrados, sólo los chinos decoran la calle con el neón de sus baratijas.
Las puertas del articulado se abren en la estación del IESS. Desde allí en adelante el recorrido se lo hace a pie. Es el sector mas atractivo de la ciudad, una confabulación de ambulantes y traficantes de leyes, piernas coquetas que sonríen con legisladores en misteriosos cafés.


Acomodado en un puesto de betunería, hojeando las páginas del diario. El parque de El Ejido y La Alameda rumoran el domingo casi festivo de las familias quiteñas.
Puntería al blanco, ruletas de la suerte, retratos fotográficos, con sombrero de mariachi, sobre un caballo de palo; una especie de postal histórica del sector, en blanco y negro ha desvanecido alcaldes y personajes de momento que han posado junto al caballo con sus hijos en aquel mítico instante que demora la polaroid.

En la esquina, cuarto piso sobre los pollos asados, recuerdo un suceso triste: una clínica clandestina, carnecerías que no faltan en una Ciudad lastimera y cargada de vitalidad sexual reprimida.

Las torres de la Basílica se perfilan en el cielo, las nubes rezagadas se juntan llorosas. Pasado el medio día, a la altura de la Plaza del Teatro. Los helados de máquina por 40 centavos, dos sabores irrepetibles en cualquier otra ciudad de la esfera.

Los escaparates provocando con los dulces tradicionales, el rumbo se encamina hacia la Plaza Grande. Al resguardo de la magnolia, el grupo de jubilados desempolva la galantería quiteña. De sombrero y chaquetas cruzadas, en elegancia afloran la antigua plaza de recuerdos.



Con la Tarde que va menguando se llega a la Plaza de San Francisco, adoquinada de piedra en toda su extensión, la plaza más gris de la ciudad. Palomas que acuchillan los aires con sus plumas. Infantes que corretean. La muchedumbre se aglomera en las escalinatas, acomodados a la tarde, en un fluir de gentes que circulan por las proximidades. Los niños echan a volar a las palomas en espantos para luego descender de los cielos por el trigo dorado que la tarde generosa ofrece.

Busco una sombra, una mujer apoya el tiempo contra el muro, aguarda que la tarde ocupe su pasión, su necesidad. El rostro lo lleva arrinconada a la suerte, al mejor postor. La plaza se cubre de sombras, la neblina enfría el ambiente, los últimos pasos se alejan de la explanada de piedra, otros se quedan detrás, llenando costales con desperdicios ajenos. Fortuna en botellas plásticas, medio pan que alguno pecó en gula.

Bajo por las calles empinadas que conducen a la Plaza de Santo Domingo, aquel lugar siempre fue punto de pecado, de putitas lastimeras que entregan su carne por cinco reales. Aquellas avejentas y escurridas en carnes terminan la profesión allí, sin consuelo, sin pudor alguno, ofertando con los transeúntes, con los pordioseros, con los alcohólicos que dejan su mesada en gallina vieja. Las prostitutas se santiguan antes de poner pie en el primer adoquín de la Plaza, la cruz temerosa marca la hora con su sombra penitente.

La Plaza iluminada, bajo el ojo de una cámara ciega se juntan los moradores de la desgracia, resguardados en la oscuridad de los pasillos duermen su espalda contra el concreto, prostitutas, prostitutos, mendigos, borrachos, seres paridos en pobreza.

La noche fría deja caer una fina llovizna
La ciudad nublada, al otro extremo
En una realidad distinta, la ciudad se despereza Los coches circulan ebrios en busca de tentaciones.


El amor se desvanece en instantes como éstos.

Dirijo los pasos por el parque Ejido
Los amantes disimulados junto a un árbol
La mano circula los senos.

El pasto húmedo entibia la nariz de un perro.
Añejado el clima. Los paseantes apuran el paso .
A resguardo de la lluvia bajo el Arco del Triunfo
La ciudad enciende sus luces.



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