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La fisonomista

Vieja con máscaras - James Ensor (1889, Museo de Bellas Artes de Gante)
Orgón. -Haréis que se agote mi paciencia. Os digo que he visto con mis ojos tan osado crimen.
Madame Pernelle. - Las lenguas tienen siempre veneno que verter, y no hay nada en este mundo que de él pueda defenderse.
Orgón. -¡Eso es hablar sin sentido! Lo he visto, os digo; lo he visto con mis propios ojos, lo que se llama verlo. ¿Tendré que repetirlo cien veces y gritar a vuestros oídos como cuatro?
Madame Pernelle. - ¡Dios mío! Las apariencias engañan la mayoría de las veces; no siempre hay que juzgar por lo que se ve.
Tartufo o el impostor (Molière, 1664)

Ya no salía tanto como era habitual. Se cansaba antes y no quería arrastrar a nadie a que acompañara a una pobre ancianita con ganas de un paseo. Pero esta vez necesitaba salir para probar Algo. Además de que sus piernas flaqueaban, en casa, se dio cuenta de que comenzaba a olvidar ciertas cosas, nada importante, apenas detalles y decidió salir para comprobar en campo abierto sí era verdaderamente grave lo que le pasaba. Se puso su abrigo, cogió un bastón por si acaso y salió. Fuera, su barrio había cambiado mucho en cuarenta años, pero no en algo fundamental: seguía lleno de gente. Después de dar un pequeña vuelta, vio en una plaza una terraza y pensó que sería el mejor sitio para su pequeño experimento. Se sentó, pidió un té calentito y se dedicó a mirar a la gente que había a su alrededor. ¿Los había visto alguna vez? ¿Reconocía sus caras? El camarero que le atendió llevaba años trabajando en ese mismo local. Ese reto era fácil. A dos mesas a su derecha, estaba sentada una señora, algo más joven que ella. Vivía en el edificio al final de su calle, tenía un nombre de flor, como Margarita o Rosa (esto no lo recordaba bien, pero sí su cara). Era imposible que reconociera a la parejita de jóvenes que había sentada a su lado. Pero ella se parecía a una chica que trabajó hace años con ella, aunque no lo fuera y él podría ser perfectamente el hijo del quiosquero de la avenida. Poco a poco, fue reconociendo cada persona que se acercaba. Algunos a ciencia cierta, otros pillados con alfileres, otros directamente fruto de su imaginación, la fisonomista volvió a su casa con el pecho lleno de orgullo y las piernas un poco más robustas.


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