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En un frankfurt cualquiera

El Frankfurt, un bar pequeño en donde sirven bocadillos, de una gran variedad de salchichas: große, blanca, frankfurt, país, chistorra… y desde hace poco tiempo ensaladas, para que la oferta de colesterol parezca dieta mediterránea.. Un bar en donde la gente come sentada en los taburetes alrededor de una barra en forma de U. Un sitio de paso, de comida rápida, nadie se entretiene mas tiempo que el necesario para mirar la carta (dura y de gran tamaño), pedir, comer e irse. Como mucho toman un café o una infusión.

Se puede ver un mediodía cualquiera al oficinista de pantalones de pana y jersey de pico; al ejecutivo con su traje, su camisa y su corbata de Milano; la pareja de jóvenes con libros en la mano; el grupo de adolescentes, quinceañeros aún,  para los que todo son risas: el camarero, los bocadillos, las cervezas y los otros clientes.

Al fondo, la cocina, detrás de un abertura por donde pasan las bandejas con los platos. Encima del mostrador una repisa con botellas de cerveza de todas las marcas y países: belgas, danesas, alemanas, checas, españolas, australianas; cervezas de trigo o de cebada.

Los que van en grupo mastican y hablan a la vez,  mientras comparten una ración de Patatas Fritas con mahonesa o ketchup; los que van solos miran, sin mirar, al de enfrente (el local no es tan grande como para que una mirada continua deje de ser una agresión, un penetrar en la intimidad del otro). La puerta de vidrio, amplia, con cuatro hojas, tras la que se ve la terraza vacía por la lluvia y por el frío; ni siquiera las ganas de fumar hacen que hoy haya ninguna persona sentada a la intemperie. Las estufas de butano calientan las mesas y sillas vacías, calientan el frío de la calle.

Por una de las puertas entra un hombre. Aparenta cuarenta, cuarenta y cinco años; con una corbata azul con rayas rojas; el botón del cuello de la arrugada camisa blanca desabrochado; empapado de la lluvia su traje diplomático, azul con finas rayas blancas; el pelo mojado, los mechones caídos, pegados a su frente; la cara sin afeitar de varios días; los zapatos, mocasines negros, no demasiado limpios; en el ojal de la chaqueta una insignia dorada, no se aprecia el detalle; en la muñeca un reloj plateado con correa de cuero negra; lleva gafas, de montura de pasta de color marrón oscuro. Entra, ¿nervioso? ¿aterido de frío? Mira, con sus inquietos ojos marrones, hacía todos lados del pequeño bar, a los clientes, a los camareros. Después de un momento de duda, saca un cuchillo del bolsillo, levanta los brazos con el cuchillo en su mano derecha, como para llamar la atención, como para darse ánimos. Con ese gesto su chaqueta se abre y se puede ver en el interior la etiqueta de Emidio Tucci. Grita  ‘esto es un atraco’, y a continuación ‘dadme todo el dinero de la caja’, hace una pausa después de la palabra todo y otras después de dinero. La gente deja de morder, de masticar y lo mira. El camarero, el  mas joven de todos, va a la caja, la abre, apresuradamente coge el dinero y se lo ofrece, como el que ofrece un pan a un pobre. El hombre mete todo el que puede en el bolsillo de su chaqueta, el resto lo lleva aún en su mano izquierda cuando sale corriendo por la misma puerta por la que ha entrado.

Uno de los clientes, joven, desaliñado, con barba de días, pantalones gastados de pana y una trenca verde, como las del ejercito alemán, se levanta, sale corriendo detrás de él. Se le oye decir, nada mas traspasar la puerta, ‘alto, policía’. Sus palabras continúan, sin ninguna pausa, con tres disparos cuyo sonido hace que el mundo se resquebraje y caiga a pedazos . No se ve al hombre del traje de Emidio Tucci, está fuera del ángulo de visión desde el bar. Todos salen a ver que ha pasado, se agolpan en la puerta, todos menos un ejecutivo que sigue comiendo su hamburguesa. A unos quince metros, el hombre, está tumbado en el suelo, los brazos abiertos, el cuchillo suelto, cerca de su mano derecha, los billetes desparramados en los charcos, su sangre mezclándose con el agua de la lluvia que sigue cayendo y que la arrastra hacía la cloaca cercana.

Después todos vuelven al franfurt, a sus bocadillos, a sus ensaladas, a sus cervezas; los jóvenes a reírse de todo, los que van en grupo a compartir sus patatas fritas, los solitarios a evitan mirar fijamente a los del otro lado de la barra en forma U. Se oye una voz que dice ‘dos frankfurts y una de patatas fritas y otra que contesta ‘marchando’.



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