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EL DOLOR

Cogió un taxi y con voz trémula le indicó al chófer la dirección, tragó saliva y sus lágrimas corrían veloces tiñendo sus mejillas del negro del rímel, agradecía que la Noche ocultara su imagen desolada,  no miraba a las calles, ni a las luces ni al paisaje habitual, sólo oía en su interior las  últimas palabras, “echando mierda a todas partes”, supo que aquella mierda ocupaba su alma porque la llevaba dentro desde hacía tiempo, mientras veía pasar la vida y su familia no la miraba. Quiso proteger al niño que ahora le acusaba, obedeció siempre a quien ahora le reprochaba que ella había sido la única artífice de su presente y futuro y lloró por dentro como cuando de niña no quería que sus padres la oyeran.

El coche se detuvo por fin en su calle y ella  se apresuró con las llaves en la mano a alcanzar el portal, el ascensor, la puerta de su casa y, cuando entró, un grito entre el desgarro y la impotencia y todo el aire que había retenido para no llorar en el taxi llenó la habitación de una tristeza infinita, eterna y palpable como su vida.



El dolor la tumbó sobre la alfombra hasta que el propio cansancio de su desahogo la durmió, unas horas más tardes, ya en calma, recordó todo lo que había pasado, le dolía la espalda y el costado pero agarró la manta del sillón y se la echó encima ocultando su cara en busca de oscuridad hasta que soñolienta recordó cada día de aquellos inviernos en los que sus hermanos la esperaban en casa estudiando, los veranos cuando todos juntos jugaban una partida de cartas los domingos, las siestas en las que pensaba que, de seguir así, no podría tener una familia o un futuro, pero las estaciones del año se sucedían sin proyectos, solo subsistiendo. Con los ojos cerrados agradeció a Quien Fuera que hubieran salido todos adelante y reprochó a quien fuera que la hubiera dejado perdida y tan sola.

Cuando despertó debía de ser de madrugada porque no bajó las persianas y el silencio y la noche se imponían detrás de la ventana, se estiró un poco para irse a la cama, se desnudó y se puso un camisón, quería dormir, dormir como si hubiera muerto, sin sueños ni imágenes que le sobrecogieran y se tragó tres pastillas para dormir de una vez. Se metió en la cama fría de una noche heladora de febrero pero el efecto de las pastillas no era inmediato, todavía tenía tiempo para nombrar a alguien y a él le pidió que se la llevara, que de una vez por todas se la llevara, así, suavemente, sin hacerle sufrir más y cuando cerró los ojos, por fin, creyó que él había ido a buscarla.



Al día siguiente, sobre las doce del mediodía un rayo de sol se posó en sus párpados obligándola a despertar. No me has llevado, dijo y alguien, muy cerca, le respondió que el momento llega solo, no cuando uno le llama.





Abimis 2


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