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La Ilustración fallida y el atisbamiento de una verdad velada entre el aquí racional y el allí irracional.



Cuando la historia europea alumbrase una Ilustración donde lo racional fuera lo único existente y todo lo demás acabara por diluirse en el trasfondo atrasado de una trascendencia superada, surgiría un pensador curioso que, amigo incluso del racional Kant, llevara al ser humano un atisbo de irracionalidad que sembrara el cuestionamiento de toda verdad en los hechos sentidos por una única exclusividad humana en el devenir del mundo. El filósofo alemán Johann Hamann (1730-1788) tuvo la fortuna de poseer un intelecto que le despejase las dudas inmateriales que, por entonces, plena Ilustración europea, la humanidad había empezado a desarrollar con su racionalismo impenitente y alejado, por tanto, de toda semblanza espiritual que pudiera imaginarse. Por entonces el pensamiento avanzado no podía aceptar que hubiese nada trascendente que supusiera un menoscabo al imperio inmanente y poderoso del hombre y su razón triunfadora. Sin embargo, Hamann lo hizo, se alzaría incluso contra su amigo Kant y contra todos los ilustrados para reivindicar la completitud del ser humano más allá de la razón. La razón era sólo una parte, no la totalidad, de la personalidad del hombre. La vida humana era diferente, no un azar evolucionado más por las habilidades intrínsecas de un ser ahora avanzado entre los otros... La humanidad de esos seres especiales, pensaba Hamann, había sido regalada por un principio que, desde afuera de ella, había supuesto la virtualidad de suponer la grandiosidad más extraordinaria del mundo. También defendía el filósofo que el pensamiento humano era lo mismo que su lenguaje, y que éste no podía ser otra cosa que una característica muy especial entregada al hombre por ese principio trascendente. Consideraba que la pintura era anterior al habla y que esos símbolos visuales llevaron a desarrollar el lenguaje de los humanos. Había habido entonces una revelación inicial que habría sido la que el hombre aprovechara para avanzar con sus defectos en el aferrado mundo misterioso de sombras y luces. 

En el año 1635 el pintor Nicolas Poussin compuso una obra que anticipaba simbólicamente, como una premonición prodigiosa, la pugna intelectual que el mundo tuviese un siglo después cuando la Ilustración llevase a la razón a su más inmanente sentido. En el año 70 de nuestra era el general romano Tito asediaría la ciudad de Jerusalén hasta acabar por tomarla y destruir luego su templo de Salomón. En su obra de Arte, Poussin muestra al general Tito subido a su caballo mirando hacia el templo en llamas, sorprendido ahora de que lo que él estaba produciendo había sido profetizado siglos antes (libro de Daniel). Es aquí ahora la fuerza poderosa de la razón de una estrategia romana inmanente frente a la magnificencia irracional de un sentido trascendente, uno que, justo ahora, se estaba cumpliendo bajo la mirada asombrada de su firme ejecutor. Y la iconografía barroca de Poussin contrastaría la armonía clásica de las partes grandiosas del enorme edificio sagrado, perfecto, sobrio e indolente ante la arbitrariedad de los hechos, con el atropello sangriento, aterrador, inevitable y somnoliento de las feroces tropas imperiales. ¿Qué razones habría detrás de un acontecimiento como ese? Ninguna. No puede la razón encontrar ninguna causa. Y así como los cadáveres individuales seccionados y arrebatados de la vida en la obra de Poussin suponen un misterio inconcebible, así mismo el pensamiento del filósofo alemán Hamann supuso un revulsivo en plena Ilustración racional, cuando defendiera una visión muy distinta de la naturaleza humana, una contraria a la de la racionalidad progresista. El ser humano, decía Hamann, es una criatura divina, soberana y única que no puede ser disuelta en una comunidad histórica donde la ciencia cree marginar con su progreso equivocado la ignorancia o la injusticia del mundo. Los seres humanos y sus destinos son muy diferentes, y la mayor sabiduría no estará en la razón ni en la ciencia sino en la experiencia que acumulan sus vidas individuales. Al pensador alemán los ilustrados les parecían unos paganos más alejados de la verdad universal divina que los mendigos o los vagabundos, unos seres que, por la inestabilidad o los tumultos de su arriesgada existencia, podían acercarse mejor a la trascendencia divina del mundo.

En el siglo XII el monje Bernardo de Claraval escribiría una apología de la contemplación y de la recta sabiduría, la consideración: La contemplación es una intuición verdadera del alma personal sobre cualquier cosa. La consideración, sin embargo, es un esfuerzo del entendimiento para averiguar lo verdadero, lo cual a veces no impide que se tome una por otra. Así pues la contemplación es una certeza inmediata de las cosas, una intuición intelectual, mientras que la consideración es un tipo de conocimiento reflexivo y, por tanto, indirecto. Sin embargo, no ha de entenderse éste como un mero razonamiento abstracto y exterior de las cosas, permaneciendo irreductible la distinción entre el conocedor y lo conocido, sino más bien como la proyección de un pensamiento que se repliega hacia el interior, sin otro objeto de conocimiento que su propio acto intelectivo. Sigue el monje cisterciense diciendo: La consideración ha de empezar siempre por uno mismo para no distraernos descuidándonos. ¿De qué nos aprovecharía ganar el mundo si nos perdemos nosotros? Por muy sabio que seamos siempre nos faltará sabiduría si no somos sabio para nosotros. Pero, ¿cuánto de sabio? Todo. También cuando conociéramos todos los misterios, todo lo contenido en la Tierra, en lo alto del cielo y en las profundidades del mar, si nos ignoramos a nosotros seríamos como el que construye sin fundamento amontonando ruinas en vez de edificios. Todo cuanto construyamos fuera de nosotros será como un montón de polvo expuesto a los vientos. Por tanto, no será nunca sabio quien no lo sea para sí. Comience pues por uno mismo y acabe en uno mismo nuestra consideración. A cualquier parte que divaguemos volvamos entonces, para nuestro provecho, al punto de partida, que hemos de ser nosotros mismos. Seamos para nosotros el primero y también el último. Tomemos el ejemplo de lo absoluto que envía a su propio verbo aunque lo retiene consigo. Nuestro verbo es nuestra consideración, que si divaga en el mundo no por eso se marcha. En la salvación del alma personal nadie ha de ser más amigo de uno que uno mismo.

Pero esa consideración no debe confundirse con una interpretación subjetiva de las cosas, como si todo conocimiento debiera consistir en una elaboración mundana basada en las facultades del individuo como un sistema cerrado y definido por sus propias limitaciones, pues eso sería una negación de toda trascendencia en dicho acto intuitivo y no habría una auténtica interiorización y realización de lo que es conocido. El sentido intelectual del conocimiento del alma personal se mueve a sí misma y está sostenido por sí misma. Porque el conocimiento que solo es producido por algo exterior es un accidente, mientras que el conocimiento que se mueve a sí mismo, encontrando en sí mismo la propia causa, es considerado entonces como sustancial. Y seguía diciendo Bernardo de Claraval: Si miro mi alma personal como es ella en sí no puedo pensar otra cosa sino en su inanidad. Y es así porque si oponemos la finitud del ser individual a la infinitud de lo absoluto, quedará reducido aquél a la nada. El hombre, que es una nada en sí mismo pero considerado parte de la divinidad, lejos de anularse, no puede ser otro que divinidad, pues toda otra cosa quedará suprimida en el seno de lo absoluto donde nada se pierde ni dejará de ser. Ese absoluto no se limitará al Ser puro sino que designará lo que está por encima también, lo que está sobre el ser individual, el ser de todos y cada uno, con lo cual se conseguirá alcanzar salvaguardar tanto la inmanencia como la trascendencia del mundo, y, así mismo, superar su aparente oposición fallida. Ese es el sentido último del conocimiento de sí mismo: la naturaleza humana desvelada en su doble aspecto, entidad insignificante en sí misma y, al mismo tiempo, entorno universal de la divinidad misteriosa, sutilmente exaltada, además, como una imagen perfecta de aquella Jerusalén tan simbólica.

(Óleo Destrucción del templo de Jerusalén por Tito, 1635, del pintor francés Nicolas Poussin, Museo de Bellas Artes de Viena, Austria.)



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