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La mediocridad de lo forzado frente a la genialidad de lo auténtico, o el misterio creativo de Manet.

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Uno de los pintores más brillantes de la historia lo fue, probablemente, el menos popular de los genios creativos del siglo XIX. Menos popular porque su pintura fue seguida por la mayor transformación artística más impactante producida en el mundo del Arte -genios del Impresionismo y del Posimpresionismo, tendencias más atractivas en el siglo XX-. También porque se situó entre la tradición y la modernidad, en un muy difícil equilibrio para prosperar...  Pero lo curioso de esto es que su Arte prosperó. Es, probablemente, el mejor pintor de la historia luego de los grandes genios renacentistas y barrocos. Nació demasiado tarde. Habría sido el pintor barroco francés más meridional y pasional de los grandes barrocos de su país, más dados, sin embargo, al clasicismo barroco virtuoso de Poussin o de Lorena. Pero vivió en pleno siglo XIX, cuando el Arte luchaba por encontrar otras formas de reflejar la luz en un lienzo, cuando la sociedad deseaba más sosiego y calma, o cuando el ser humano empezaba a querer tener más protagonismo en un lienzo que el claroscuro vibrante que de sus matices pudiera reflejarse. Así que cuando Manet (1832-1883) se asombrara mirando las obras maestras del Renacimiento o el Barroco en los museos de Pintura de Francia, descubriría el sentido poderoso de lo que, para él, era pintar una obra de Arte. Ni el Romanticismo, la fuerza más arrolladora del Arte que por entonces -mediados del siglo XIX- atrajese la sensibilidad de un mundo relajado; ni el Clasicismo, la siempre efectiva tendencia aplaudida por el público, asombraron al joven Manet para dirigir su sentido artístico ya tan decidido. Pero, cuando Manet frecuentara el estudio de Delacroix, uno de los más grandes pintores de Francia -romántico además-, éste le recomendaría copiar al gran Rubens, al dios de la pintura, al maestro más excelso que el Arte hubiera podido dar nunca.

Y sobre 1859, con veintisiete años Manet, se decide a componer una idea sugerida por uno de los grabados de paisajes clásicos de aquel maestro flamenco. Pintará su obra La pesca (1861) en homenaje a Rubens..., y a Tiziano, y a Lorena, y a Velázquez..., y a Pissarro incluso. Es decir, para nada una obra maestra de Arte que Manet, sin embargo, sí compusiera en todas sus obras... auténticas. Cuando el pintor francés decidiera dejar de ser guiado por nadie, cuando descubriera su sentido propio, sin complejos, sin guiones, sin forzada manera premeditada, alcanzaría Manet su grandeza en el Arte. Es uno de los creadores más extraordinarios porque pintaría lo que el pensara, desde la sinceridad de su genio, que debía ser pintado desde la fuerza arrolladora de su pasión... inconfesable. Algo que no demostraría en La pesca. ¿Por qué? Además de su convicción profunda de que, para él, el clasicismo genial era más Velázquez que Rubens, también habría una razón personal. En su obra están retratados Manet y su prometida Suzanne como la pareja circuspecta y cariñosa de los cuadros que Rubens compusiera de sí mismo y su joven esposa Helena. Pero, personalmente, Manet adquirió el compromiso forzado por una sociedad excesivamente moralista y rigurosa. Es decir, no tanto estaría reflejada en esa obra un amor apasionado por su esposa...  La conoció cuando él tenía diecisiete años y ella, con diecinueve, era la profesora de piano que su padre le impusiera. La efímera pasión adolescente llevaría luego al autoengaño. Manet, que se casó con Suzanne al morir su padre, nunca acabaría de encontrar el amor que retratase en su cuadros..., salvo en la persona inalcanzable y seductora de su cuñada y pintora Berthe Morisot.

La obra La pesca representaba la idealización inconclusa de un escenario imposible. Como la obra en sí. Es de las creaciones de Manet más mediocres, infames y espantosas de su carrera, a pesar de que la familia Manet la adorase y mantuviese en su poder durante años. Sin embargo, no representaba para nada el espíritu atronadoramente genial que Manet expresara con su Arte antes y, sobre todo, después de esa obra. En el mismo año terminaría otra obra, Niño de la espada, donde el estilo clásico desbordará ahora una maravillosa afinidad por la pintura española de Velázquez. Ahí sí es Manet, a pesar de ser Velázquez... Porque los colores, la composición, el fondo neutro, la pose hierática..., delatarán su pasión por el Arte español del siglo XVII. El modelo es el hijo de Suzanne, León. Las leyendas situarán a este niño como hijo fuera del matrimonio de Manet (o como hijo del padre de Manet). A pesar de casarse con Suzanne en 1863 -un año después de morir el padre de Manet-, y de haber nacido León en 1852, nunca reconocería Manet a León como hijo, aunque si lo apadrinara y le dejara su herencia. Pero lo pintará como si lo fuera, o, al menos, como si su pasión le guiara en ese intento...  La realidad es que crearía una gran obra de Arte... retrasada en el tiempo. Pero llegará el año maravilloso de Manet, 1869. Entonces compone dos obras excelentes. Una inspiradora de su decidida pasión por la pintura española, ahora por Goya: El balcón; otra, estremecedora por su decidida insinuación misteriosa de tintes barroquianos hispanos: Almuerzo en el estudio

La primera, El balcón, influenciada por la obra de Goya Majas en el balcón, nos descubre la epifanía de las relaciones cruzadas, triangulares o misteriosas de la vida... Cuando Manet conoce a su futura cuñada -casada con su hermano Eugene-, y gran pintora impresionista Berthe Morisot (1841-1895), descubrirá, apasionado, la belleza distante, misteriosa y evanescente más anhelada de su Arte. ¿Sólo de su Arte? Otra vez volveremos a la rigurosa sociedad puritana de mediados del siglo XIX. Los compromisos, las lealtades, las represiones autoimpuestas...  Pero, la verdad, es que el pintor más grande desde los grandes clásicos de antes, habría descubierto la modelo perfecta para plasmar su sentido primordial de lo que es la belleza inmarcesible o la belleza inalcanzable. En su obra El balcón retratará las tres caras de la vida, y de la pasión, y de la sociedad. Utilizará tres personajes para ello. Dos mujeres y un hombre, una utilización sesgada para describir la -en este caso desde la perspectiva masculina- virtualidad imposible de representar en la vida el amor..., ahora dividido entre una admiración y una entrega apasionada. En estos dos casos, compone la figura de una mujer arrebatadora por su gesto y su posición y su mirada, el trasunto de Berthe; y la figura entregada, virtuosa, cariñosa y sencilla de la violinista Fanny Clauss. Y luego la representación, más alejada, del hombre confundido, sin brillo, indeciso, apocado o dividido entre la mediocridad y el gesto sublime de su sentido meditabundo.

El mismo año 1869 presentaría Manet su más misteriosa obra de Arte, Almuerzo en el estudio. Con la presencia muy destacable -en un primer plano poderoso- del modelo principal, su joven ahijado León. La obra rezumará misterio asombroso por todas partes. La genialidad de Manet aquí es el ejemplo más característico de su Arte peculiar: ni clásico ni moderno, ni romántico ni impresionista, ni mediocre ni reconocido... Sólo Manet, solo su Arte perculiarísimo, único y genial; lo que le hace, como a los grandes, ser un pintor universal y extraordinario. En un estudio, no en una cocina ni en un comedor ni en un salón, aparecen tres personajes -otra vez tres- para describir una escena misteriosa... ¿Es costumbrista, hogareña, familiar...? La tríada inevitable de la vida social que dominaría la vida de los seres por entonces: el hombre, padre, productor de bienes, de seguridad...; la mujer, madre, servidora, cariñosa, entregada...; el joven, hijo, promesa de futuro, objeto de todo alarde personal o vital de sus progenitores. La figura vanidosa y orgullosa del joven contrastará con las desdibujadas o desvaídas del fondo, ahora dependientes del sentido único de un futuro prometedor. Pero, sin embargo, el pintor situará en parte de ese primer plano, a la izquierda de la obra, muy cerca de la figura principal, el casco de armadura renacentista que, apoyado junto a armas ahora ya ineficaces, representarán así el extinto poder de un mundo vacío o sin sentido. Vanagloria inútil de una vida pasajera. Misterio. Más misterio, para enlazar la tríada defendida y rechazada -su lealtad a una familia protegida y su incapacidad para aceptar lo inaceptable-, así como para justificar una escena tan moderna y, a la vez, con los rasgos tradicionales de un mundo ya perdido...

(Todos óleos del pintor Edouard Manet: Almuerzo en el estudio, 1869, Neue Pinakothek, Munich; La Pesca, 1863, Metropolitan de Nueva York; Niño de la espada, 1861, Metropolitan de Nueva York; El Balcón, 1869, Museo de Orsay, París.)


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