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212. Días extraños en Rumanía 2

212. Días Extraños En Rumanía 2

   Klaudyna era una preciosidad de cautivadores ojos azules y parca en palabras, criada en un bonito pueblo al sur de Rumanía, ajena a los turbios negocios de su padre. Aquella noche bebió más que los peces del villancico, hasta el punto de que su engañosa timidez se esfumó en favor de un huracán en absoluta desinhibición. Nunca había visto nada igual. Cuando soy yo el que bebe de más, acabo suplicando a las camareras que me pongan las tetas en la cara. Klaudyna, en cambio, Estaba en un nivel superior.

    En medio de la pista de baile, cual demonio con apariencia de diosa joven, Klaudyna se humedecía los labios, contoneaba la pelvis con obscenidad, se acariciaba los pezones y besaba con ardor, sin hacer distinciones, a cualquier forma de vida que osara rondar su espacio vital. Yo estaba tan intranquilo como convencido de que la situación se estaba descontrolando, por lo que decidí llamar a los chicos de Dragosi antes de lo acordado.   

    Con algún que otro forcejeo, conseguí acomodarla en un sofá, al lado de un holandés de mandíbula desencajada que, de haber podido, le hubiera relamido con fruición los sudorosos sobacos. Fui al guardarropa a por nuestras prendas de abrigo y cuando regresé, pasados tres minutos, en el sofá solo encontré al holandés con su grotesca manifestación de bruxismo inducido, incapaz de pronunciar palabra. 

    Hostia puta, mierda y joder. klaudyna había desaparecido y los muchachos de Dragosi llegarían de un momento a otro. Pensando en iniciar una nueva vida en el Punto Nemo, salí del club como una manguera de aire, cuando de pronto, ya en la calle, un par de matones del Gran Jefe me interceptaron a la carrera, elevándome del suelo de forma gradual hasta que me vi corriendo en el vacío. Y así me llevaron hasta el coche, aparcado a unos quince metros de distancia, ante la atónita mirada de la multitud trasnochadora que ocupaba las aceras. 

    Al cabo de media hora de trayecto, volvía a estar en la mansión de Dragosi, ante su gélida mirada, que parecía caer sobre mí desde todas direcciones, aplastándome. A sus dos preguntas, solo pude responder que no sabía dónde estaba su hija, y que sí sabía lo que eso significaba. De modo que ordenó que la poda escrotal se realizara en el piso que me tenía cedido. Yo me vine abajo porque, aun estando seguro de que él activaría un dispositivo de búsqueda, al margen del resultado, también lo estaba de que mis testículos se iban a quedar en manos de la mafia rumana como dos huérfanos desvalidos, por lo que regresaría incompleto a mi Cataluña natal, en calidad de eunuco y con voz de castrato. 

    Con eso negros pensamientos martilleando mi cabeza, llegamos al tramo final. Detrás de mí, el Gran Jefe ordenó a su par de matones que me dejaran en el suelo para que yo pudiera abrir la puerta. Por más que me palpé no encontré las llaves, así que, no sé cómo, en algún momento de aquel embrollo también las perdí. Dragosi gruñó y sus matones tiraron la puerta abajo. Y ahí, al otro lado, estaba Klaudyna recién duchada, con el largo cabello todavía húmedo, saboreando sin el menor atisbo de sorpresa un plato rebosante de mis cereales chocolateados. 

    En ese mismo segundo de reconocimiento, me lleve las manos a mi comprometido escroto en un gesto instintivo de esperanza; los dos pétreos matones de Dragosi se quitaron las gafas de sol, no fuera aquello una ilusión; y este último, cual hábil prestidigitador, hizo desaparecer la cinta de cuero de sus manos enguantadas.

    Aun vestida con una raída sudadera que sobrepasaba tres veces su talla, Klaudyna seguía resultando arrebatadora. Nos dirigió una mirada en la que se concentraba el peso de una intensa resaca. Pero fue a mí a quien sonrió como el sol a la mañana, y guiñó un ojo cómplice cuando alzó la mano e hizo tintinear las llaves del piso. Dragosi volvió a gruñir, y yo no pude más que convencerme de que, si bien nunca hay que hacer tratos con el diablo, cuando menos te lo esperas, a veces va y se pone de tu parte.





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