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209. De olores y hedores

209. De Olores Y Hedores

    Cuando Tengo días libres en los que no tengo que vender mi tiempo en mi centro de esclavitud, realizo incursiones peatonales por las arterias de la ciudad. Ya sea para realizar ciertos experimentos, recargar mi espíritu, o dar con el estímulo adecuado para futuras entradas. En cualquier caso, sea el día y la hora que sea, la urbe es un hervidero de historias esperando ser contadas. 

    Infinidad de Veces me he cruzado con personas —la mayoría mujeres de entre cuarenta y ochenta años— que, por rápido que caminen según su edad, y renegando de desodorantes, llevan consigo ese tipo de densa fragancia, que impacta en mi sentido del olfato como una hostia bien dada en plena cara.

    Entiendo que queramos dar buena impresión, no solo en el sentido visual, sino también en el olfativo, amén de que hay emanaciones corporales que conviene disimular o anular. Y nada sé de colonias y perfumes, salvo que la mayoría de veces, algunas más que algunos, utilizan esos productos de nombres ridículos, con el fin de desprender un efluvio agradable, cuando hieden como si se hubieran rociado en exceso con equivalentes a Eau de Cloac y Eau de Sobac





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