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208. Lecciones valiosas

208. Lecciones Valiosas

    Yo tenía dieciocho años cuando fui seducido por una compañera de aula de idéntica edad, bella como su mismo nombre. No es que fuera meritorio que Estroncia me sedujera, pues por aquel tiempo remoto yo consideraba que todo agujero era trinchera, por lo cual me mostraba predispuesto y accesible a todo acercamiento e insinuación de cualquier persona que tuviera vagina. 

    Además, el clamor popular comentaba que Estroncia no era una chica que gustara de conquistas difíciles, y sabedora de que en su entorno estudiantil la circundaban más capullos que los que se abren y colorean el campo, se alejó del esfuerzo y me eligió a mí, fácil capullo entre los capullos más fáciles.

    Estroncia se exhibió ante mí en una danza revestida de erotismo intencionado, y en menos de diez minutos me tuvo a su merced. Cual fiel lazarillo impulsado con la única voluntad de una libido creciente, obedecí cuando me pidió que la llevara a una planicie alejada cuatro kilómetros del pueblo, donde, bajo el resguardo de verde floresta, se desataban todo tipo de apetencias carnales.

    Detuve mi viejo Coche de segunda mano en una zona que confería la suficiente intimidad, como para que Estroncia y yo liberáramos nuestras energías y nos fundiéramos en un torbellino de arrobamiento. Pero entonces, pasados unos minutos, ella retiró su calurosa mano de mi bragueta reventada, vistió su pecho encendido, y dijo que no podíamos continuar; no podía ser; no podíamos hacerlo. No.  

    Aquellas palabras enfriaron mi corazón como el hierro candente sumergido en agua, y un pesado manto de silencio acalló los inquietantes sonidos del bosque. Entonces, Estroncia me pidió, con la seguridad y firmeza de quien ha ganado todas las lides, que la llevara de regreso a casa. 

    Pero el embrujo de Estroncia ya no empañaba mi mente, y se esfumó en favor de una decepción que me inundó por completo y que jamás había conocido. Y pasados unos momentos en los que incluso respirar dolía, pronuncié aquellas palabras que surgieron de mi incomprensión por su negación, que no fueron otras que se bajara del coche. 

    Bájate del coche, le dije, no como una amenaza o preludio de alguna acción de la cual más tarde pudiera arrepentirme. Sino como la resuelta convicción de una acción perentoria e irrevocable. Y el rostro de Estroncia, duro y frío como el metal, se alumbró con una incredulidad mayúscula como jamás se vio en la cara de nadie. Como si nunca en su joven vida la hubieran hecho diana del más mínimo desplante. 

    Me preguntó con una mirada si lo dicho iba en serio, y sin palabras contesté yo señalándole la puerta con el mentón, en un gesto preñado de despecho e indiferencia. Estroncia salió del coche apartando su mirada con desdén, en un aspaviento de nobleza teatral, y con el porte de una princesa indignada que acaba de perder su legitimidad al trono, cerró la puerta de un portazo que sonó como el estruendo de una bomba. 

    Arranqué el coche y me puse en movimiento. Al tiempo que me alejaba de aquel lugar que siempre me recordaría aquel encuentro desencantado, la silueta de Estroncia, reflejada en el retrovisor, fue empequeñeciendo hasta desaparecer de mi vista, dejándome a solas con mis pensamientos y una sensación de vacío en las tripas.

    Los días que siguieron a esa noche fueron surrealistas y de un absurdo atroz. Los rumores malintencionados y la tergiversación de los hechos, provocaron que una parte del joven vulgo del instituto, impetuoso e irreflexivo, se dividiera en dos bandos de hostilidad cómica, convirtiéndonos a ambos, sin quererlo ni necesitarlo, en puntos de referencia. 

    Las chicas, en una comprensible posición de simpatía respecto a Estroncia, me proclamaron sucio adalid de los cabrones y los hijos de puta. Mientras que los chicos, posicionándose a mi favor e igual de excesivos en su juicio, erigieron a Estroncia como reina bastarda de las furcias y las calientapollas.




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