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194. El terror

194. El Terror

    Ese Terror imaginario, que disfruto. 

   Añejo y gótico, oculto en ritos oscuros y conjuros ancestrales. El que emana de pociones fétidas de ingredientes prohibidos. De garras poderosas y fauces salivantes, mutilando la carne y devorándola a la luz de la luna llena. De colmillos clavándose en la yugular de una joven, y dos regueros purpúreos descendiendo con lentitud hasta su pecho desnudo. De serpientes y larvas deslizándose por las cuencas de un centenar de muertos apiñados en un osario, iluminados cuando el relámpago desgarra un cielo negro. Del llanto de un bebé en el altar, ofrendado ante el filo mortal que sostiene una criatura gigantesca de alas membranosas.     

    El mismo terror de ultratumba, invocado en la tiniebla, reptando en silencio hasta tu cama, cuando duermes. Del vaivén de mecedoras en habitaciones polvorientas de mansiones deshabitadas. De viejas casas encantadas, que emiten lamentos al ser azotadas por una ventisca invernal. De castillos ruinosos, alzándose entre la bruma de parajes remotos. Del sonido de violines desafinando en tumbas profanadas. De extensiones de tierra sin sol, sembradas de ciénagas vaporosas. De lluvia cayendo en antiguos cementerios de sepulturas mohosas. De siniestros mausoleos, custodiados por la muda presencia de estatuas paganas. 

    Y Ese Terror que no necesita artificios ni recurrir a miedos primigenios.

    Ese que se manifiesta a plena luz del día, cuando explosiona una bomba en un centro comercial en hora punta. El que se desata cuando las balas disparadas en nombre de un dios que no existe, acallan la música de un concierto que deviene en carnicería. El que debieron sentir ciento cincuenta pasajeros, a bordo de un avión que cambió de rumbo dirección a una muerte tan inesperada como certera. Ese terror que nace de la más intensa desesperación, cuando dos grandes rascacielos están siendo devorado por las llamas, y las personas del interior consideran una posibilidad de supervivencia, lanzarse al vacío desde cuatrocientos diecisiete metros de altura.

     El terror que surge de un instinto primitivo, y se contagia enloqueciendo a las masas en un campo de fútbol; en un amplio recinto del que no se respetó el aforo; en una calle atestada. El terror que se desborda en incontenible avalancha, y mata por asfixia y aplastamiento, sin hacer diferencias. El terror de los soldados en el campo de batalla, ensordecidos por las detonaciones de un aluvión de bombas; el de los civiles que tienen la fortuna de prolongar su vida un día más en el refugio antiaéreo. Y el terror de la tiranía, puro e indescifrable, manifestado en miles de ejecuciones y matanzas. Ese que yace imborrable en solitarias cunetas, en las baldosas ensangrentadas de las salas de tortura, en el barro de los campos de concentración...

    Ese terror tan nuestro, tan definitorio, tan real...




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