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170. En el bar

170. En El Bar

    Hubo un bar de insalubridad contrastada en la que se congregaban enfermos mentales con paga, alcohólicos, puteros, cocainómanos, morosos, ludópatas, especímenes de mala reputación, y tipos como yo. 

    Fui cliente habitual de aquel tugurio infecto durante sus trece años de existencia, y por consiguiente, también testigo de los hechos más delirantes y entristecedores de cuantos he presenciado hasta el día de hoy.

    El bar fue regentado por un buen hombre que se llamaba Sito, cuyo parecido con Paulie Pennino era sobrenatural. Las veces que en el bar de Sito ocurría algo, siempre era algo malo o de extrema carcajada, pero nunca normal. Por ejemplo, era normal que si palmeabas la barra con cierta energía, salieran de debajo cientos de alimañas proyectadas en todas direcciones.

    Otras veces —nunca supimos si del único lavabo que había o del garaje contiguo al bar—, día sí día no, nos visitaba una rata marrón con una deformidad en la oreja derecha. Sito corría por el bar tras aquella escurridiza roedora, armado con un bate de béisbol, esquivando mesas, sillas y a clientes, que a su vez, apostaban sobre el desenlace de la persecución. Aquella rata enseguida se ganó nuestra simpatía, y como también era una superviviente, la adoptamos como parte de la clientela, bautizándola con el nombre de Demetria.

    Cuando no advertía la presencia de Demetria, Sito fumaba tras la barra con la lentitud de quien cree disponer de todo el tiempo del mundo. Nunca presencié en otra persona que un movimiento tan rápido y automático pudiera llegar a eternizarse de semejante modo. En cambio, y al mismo tiempo, con la otra mano, levantaba con gesto profesional y el triple de rápido, una mancuerna cromada de ocho kilos. 

    A veces era su hijo el que estaba tras la barra. También con las manos ocupadas la mayoría de veces, solo que con una guitarra acústica o eléctrica, más el amplificador. Dependiendo del día, a veces derrochaba vitalidad imitando los movimientos de Angus Young en acordes sencillos. Cuando no, grupos de metal, hardcore y punk de la época, sonaban de la minicadena que uno de los clientes ofreció a Sito como saldo por el cúmulo de consumiciones impagadas.

    Días más tarde supimos, sin que nos sorprendiera, que la minicadena era robada.

    Sito también tenía una hija que nada tuvo que ver con el bar, salvo por sus idas y venidas a la caja registradora. Entraba por la puerta que separaba el bar de la planta baja de la casa, cogía la pasta y desaparecía por donde había entrado. Alguna que otra vez, lo hacía dirigiéndonos una fugaz e indisimulada mirada de profundo desdén, propiciada por algún desafortunado piropo fuera de contexto, obsequiado por alguno de los esperpentos que allí consumíamos. 

    No así como Lúa, que aunque era la querida perra de la familia, también la sentíamos como nuestra. Hasta el último día de su vida estuvo con nosotros y fue muy feliz, demostrando tener en multitud de ocasiones, más raciocinio y menos animalidad de la que se presupone a nuestra raza.

    Y si bien Sito e hijo, daban la cara tras la barra, la señora Tere, mujer de Sito, gallega de nacimiento y crianza, con fundada reputación de meiga, era la jefa indiscutible del negocio. 

   Su cabello, níveo y liso, caía como una cortina de aceite hasta la cintura, siempre peinado a la perfección con la raya en medio, y sus ojos, azules como un cielo despejado, brillaban tras los cristales inmaculados de sus gafas de pasta. Me encantaba la exquisita dicción de aquella mujer, propia de las actrices de doblaje, a la que solo oíamos y veíamos por la noche, cuando el bar hacía una hora que debía estar cerrado y Sito no encontraba manera de echarnos. 

    De súbito, la puerta que delimitaba el bar de la vivienda se abría sola, y aparecía ella como si se desplazara sobre ruedas, colocándose en el ojo del huracán. Entonces, caía un manto de silencio que enmudecía el ambiente; incluso Demetria paraba de roer y alzaba su diminuta cabecita en dirección a ella. 

    La señora Tere, en un porte de gran rectitud, cruzada de brazos y con un semblante de sobrecogedora seriedad, nos miraba de izquierda a derecha sin girar la cabeza, paralizándonos con los ojos, y pasados unos segundos en los que cabía una eternidad, nos ordenaba: «¿Es que ya habéis olvidado a qué hora se cierra aquí? Pagad y desalojad este establecimiento de inmediato, ¡u os meto un mal de ojo que no os lo quitáis de encima en un año!». 

    Acto seguido, sin parpadear, desaparecía marcha atrás de idéntico modo a como había entrado, sin tener que aparecer, nunca, una segunda vez. 

    Y nosotros y Demetria hacíamos lo propio. 

    Hasta aquí, todo lo narrado era lo más normal que ocurría en el bar de Sito, un día cualquiera en el que no ocurría nada. Pero cuando pasaba algo más allá de los billetes amontonándose en las mesas a golpe de baraja; de las mensualidades desapareciendo por las ranuras de la Cirsa; de los diferentes grados de ebriedad generalizada, y otros estados tóxicos producidos por la química ilegal... 

    Cuando pasaba algo más allá de todo aquello, era como si toda la locura del mundo conjurara contra los cuerdos.




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