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136. Génesis

136. Génesis

     Esta es una historia ya contada. La de un peregrino de andar titubeante que se aproxima a una metrópolis perfilada en un amanecer anaranjado. La brisa trae consigo un Polvo que escuece los ojos, silbando entre los malogrados edificios como lamentos de muerte, rompiendo la quietud del Lugar en pequeños remolinos de arena aquí y allá. 

    Deambula por un escenario desolado, sorteando cimientos, hierro y alquitrán, en dirección a unos muros ruinosos y ennegrecidos que se yerguen con timidez, supervivientes de una salvaje devastación. Un sol recién nacido anuncia el principio de una nueva era, derramando sobre aquella destrucción un bochorno inhumano, en la que el errante solitario tiene la sensación de estar mascando fuego.

    Ante el edifico asolado, acierta a ver en uno de los muros medio derruidos, el trazo, otrora clandestino, de quien fuera un talentoso grafitero. Hay pintado un paisaje paradisíaco con una oración que reza: «Por más que buscamos, nunca encontramos el Edén. Siempre atrapados entre el cielo y la tierra». A continuación del dibujo, hay otra pintada en la que hay representada una veintena de soldados pertrechados con equipación vanguardista, empuñando armamento pesado y con cascos de visión nocturna; bajo la representación lee: «Estamos aquí para ayudaros». 

    No encuentra una asociación del todo clara entre los dos dibujos, pero tampoco le parecen representaciones atemporales o fuera de lugar. En su interior palpita la incómoda convicción de que aquellos hábiles trazos y sus sentencias encierran acertijos de toda la verdad de lo ocurrido. Imbuido en la contemplación de aquellas pinturas, en un afán de encontrar alguna respuesta, se sobresalta cuando, por el rabillo del ojo, percibe unos destellos que se producen a varios metros de distancia. Movido por la curiosidad y una inquietud que se acrecienta a cada paso, va en busca del origen de aquellos brillos intermitentes. 

    Sus pies tropiezan con un ancho trozo de pared en la que hay, atornillada, una gran placa de metal. Se arrodilla, con el antebrazo aparta presuroso el polvo que cubre la inscripción: «El gobierno electo, les desea que disfruten de una agradable estancia en esta su gran urbe, centro catalizador de los más destacados valores de la cultura mundial. Seguridad, familia, religión, ética y moral, son los pilares fundamentales sobre los que descansa esta sociedad que construimos por y para usted, siempre mirando hacia un futuro de paz, igualdad, progreso y bienestar general».

    Una amarga sonrisa aparece en su rostro. Él viene de una Ciudad también aniquilada, con la esperanza de encontrar en su viaje a ninguna parte a algún semejante vivo. Se estremece al pensar que quizás aquel epígrafe lleno de sucias mentiras, es el único vestigio de lo que antaño fue una civilización ahora extinta de la cual, ya hace demasiado tiempo, siente que no forma parte.

    Se levanta para reemprender su camino incierto con las pocas fuerzas que le quedan, sabiendo que la vida lo abandonará en cualquier lugar, pero procurando alejarse tanto como pueda de esta ciudad que ya no es una ciudad, sino otra monstruosa fosa común de más de un millón de muertos.




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