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Espejos circunflejos: C. III


[ Novela «Espejos circunflejos» ]
☷ ÍNDICE | ⤎ C. II – El que observa las estrellas :ANTERIOR | SIGUIENTE: C. IV – Pequeño espíritu ⤏


CÁPSULA III
¿QUÉ FUE DE MARCO-ANTONIO?

Xuga preparó un té con menta, mientras con ojos enrojecidos Niván contemplaba el suelo de la matriz de su amigo, decidido a compartir con él su reciente hallazgo y quizás así poder aliviar un poco el malestar que le carcomía. De forma sincera, Niván creía poder confiar en Xuga, mucho era lo que habían vivido juntos y además, nadie mejor que él conocía los entresijos del pasado y qué períodos de la historia gozaban de mayor interés.

~A ver, cuéntame Niván —transfirió Xuga sin mirar a su amigo, a la vez que vertía en las tazas un poco de té—, ¿qué hace que te presentes a estas horas en mi matriz y te quedes ahí callado después de anunciarme que tenías que explicarme algo importantísimo? Si es que te has repensado lo de ser tutor y quieres debatir el asunto, te acon…

~No, no —le cortó Niván—, no es eso. Pero gracias por recordármelo; ahora, vaya, ni había pensado en ello. Ayer lo pedí en el astrio.

~¿Pues qué es? ¿Quién se ha muerto?

Xuga portó la tetera acompañada de las tazas en una bandeja metálica con ornamentos geométricos, y la dejó encima una mesa barroca de raíz de fresno que presidía la estancia. En la matriz por doquier podías encontrar muebles de madera o hierro forjado con un buscado aire añejo, un sobrecargado estilo arcaizante que definía muy bien las inquietudes de Xuga, y combinaba de forma curiosa las facetas más voluptuosas de la ebanistería y la forja de la Era Ilustrada. Periodo que manifiestamente Xuga adoraba.

~No te lo vas a creer —empezó Niván—. El tiempo, la luz viaja a una velocidad constante, ciento setenta y tres unidades por día.

~Vaya, ¿vas a darme una clase de física? —se mofó Xuga mientras tomaba asiento enfrente de Niván.

~No. Escúchame. Cuando tú me ves no estás viendo realmente como soy, sino de la forma que era en el instante en que la luz rebotó sobre mi cuerpo… eh… Con las estrellas pasa lo mismo, vemos la luz que arrojaron al espacio en un momento que viene determinado por su distancia respecto a nosotros. Pues, pues no te lo vas a creer: he descubierto un seguido de cuerpos reflectantes en que es posible ver cómo era la Tierra hace cientos y miles de años.

Cruzando las piernas, Xuga sorbió de su humeante taza de té sujetando el platillo con la otra mano, por si caía alguna gota. Sin inmutarse, volvió a dejarla en la bandeja con cuidado de no quemarse. Escrutó a su amigo en silencio unos momentos, y a Niván aquellos instantes de escrutinio se le presentaron interminables.

~¿Estás seguro? —preguntó al final Xuga con expresa incredulidad y un tono paternal.

~Sí. Lo he visto con mis propios ojos. Yo tampoco me explico cómo puede ser posible, es un reflejo casi perfecto. Mira, debes verlo tú mismo.

Al transferir la escena a Xuga, este palideció cuando distinguió el planeta Tierra, después con la visión de Seiso el viejo quedó patitieso, presa de una rigidez temblorosa. Xuga pretendió realizar otro sorbo de té, para ver si esto lo calmaba, pero al intentar coger la taza tiró toda la infusión por encima de la mesa. Hizo una señal con la mano diciéndole a Niván que esperara un momento, se levantó y fue a buscar su pipa.

~¿Ahora lo entiendes?

~Esto es muy grande Niván —transfirió Xuga al volver a sentarse con la pipa ya encendida—. ¿Eres consciente de que esto es un sueño para mí? Puede significar… —Un pensamiento irrumpió de sopetón en la mente de Xuga—. Un momento, ¿cuántos hay? ¿Cuántos espejos como ese hay?

~Millones —respondió Niván degustando cada letra—. Tengo las coordenadas de todos. He establecido en qué momento será visible la Tierra desde la mayor parte de ellos y qué fecha por su distancia reflejarán. Me falta terminar de calcular las rotaciones, quiero decir, qué parte del globo estará visible y qué parte iluminada. A una semana vista solo, claro. Aún tengo que terminar de diseñar los automatismos para disponer de los datos a más largo plazo. —Al terminar, Niván dibujó una amplia sonrisa.

Como respuesta Xuga saltó de la silla para abrazar y dar un beso a su amigo. Acto seguido levantó los brazos al aire y gritó de emoción con un apasionamiento que pocas veces había contemplado Niván en él. Contagiado por la alegría de Xuga, Niván también alzó tímidamente los brazos y espetó un «Wow» contenido que provocó una larga carcajada de los dos. Sosegada la euforia inicial, en unas risas que sirvieron de válvula de escape a los nervios que Niván acumulaba, volvieron a sentarse uno enfrente del otro. Xuga no podía parar de sonreír por la comisura de los labios, y fue el primero en comunicarse.

~Reflejos. Quién podía imaginar que algún día seríamos capaces de fotografiar a Napoleón en Waterloo o las manadas de diplodocus pastando en la estepa. Es magnífico. Reflejos —repitió perplejo—. Y qué nadie lo haya encontrado antes.

~Verás, dinosaurios no creo que podamos avistar de momento —puntualizó Niván—. Por ahora solo he rastreado la Vía Láctea, que tiene unos cien mil años luz de diámetro, es decir, teniendo en cuenta la posición de la Tierra como máximo podremos ver a unos setenta y cinco mil años en el pasado. Eso si hay confluencia y no nos tapa el eje galáctico. Aun así, no estoy seguro hasta dónde tendremos suficiente resolución preónica. El objeto que encontré estaba cerca de Deneb, muy próximo a nosotros. Lo inexplicable y maravilloso es el perfecto pulido de estos objetos, no logro encontrar una explicación plausible para su existencia y disposición.

Finalmente Niván bebió de su taza de té, sujetándola con las dos manos para no derramarla como su amigo. El calor recorriendo su garganta le reconfortó, y aunque se quemó ligeramente, el dolor le ratificó que estaba despierto y que aquello no era un sueño. Desde hacía unas horas, por el cansancio, la vigilia se estaba volviendo más ilusoria a medida que pasaba el tiempo.

~Si he de serte sincero, cómo llegaron hasta ahí es lo menos importante amigo mío —apreció Xuga—. Las repercusiones son infinitas, podremos verificar si aquello que creemos o nos han contado del pasado es verdadero, casi podría ser que naciera una nueva Rama de especialización dentro de la Cepa de la Memoria. —Xuga pipeó un poco mientras le daba vueltas al asunto—. ¿Has pensado en cómo y cuándo comunicar el descubrimiento?

~Me gustaría esperar a tener un informe exhaustivo y todo bien estudiado antes de contar nada a la Cepa —transfirió Niván con un deje nervioso.

~¿Sabes que van a perderse datos? —inquirió Xuga más serio—. Me refiero a que los acontecimientos reflejados que tú no almacenes mientras te decides a hacerlo público se perderán, ¿no?

~Sí, lo sé —confesó Niván, que se sentía como un niño que hubiera hecho una travesura, aunque tenía muy clara su posición a ese respecto—. Mira Xuga, esto lleva sin conocerse toda la historia de la humanidad, no por esperar unas semanas más o menos en hacerlo público va a pasar nada. Lo he descubierto yo, y quiero asegurarme de que no me roben el mérito.

Acariciándose el mentón Xuga se echó para atrás en la silla.

~Ay la vanidad de nuestros tiempos, al final va a tener razón Andara —soltó desairado, pero tras una pequeña pausa otorgó—: Pero te entiendo. Quizás sea por otras razones, pero es cierto que debes ser prudente en hacerlo público. Hay que pensar bien en las implicaciones, en las consecuencias que pueda llevar consigo; la verdad a veces es cruel.

Luego silenciaron la transmisión un rato. Cada uno de ellos fue absorto por un particular aglomerado de preguntas e ideas que brotaban espontáneamente en sus cabezas ante las posibilidades del nuevo escenario.

~Te he traído la relación de fechas visibles que he podido calcular —expuso Niván—. He pensado que tal vez puedas echarle un vistazo e indicarme las que puedan ser más significativas, para almacenar su reflejo mientras termino de estudiar el resto. —Y seguidamente, las descargó en el núcleo de la matriz de Xuga—. Aquí están.

—Qué responsabilidad —dijo un Xuga sonriente~. Ya verás como después la historia me juzgará por haber elegido mal, o lo que no debía. Sobrevenir el cronista de estos reflejos es un honor que envidiaría cualquiera en la Cepa, no puedo negarlo, pero decidir qué gestas humanas o cronologías son preeminentes respecto a otras, será complicado.

~Yo confío en ti. Además, tú tienes un gran conocimiento de la historia… a mí se me escapan muchas cosas, por no decir casi todo.

~Te ayudaré en todo lo que me sea posible, Niván. Debes darte cuenta de que para mí esto es un sueño hecho realidad, estoy deseando empezar a ver capturas de los tiempos antiguos —fantaseó Xuga, que se estiró acomodándose todavía más y empezó a cavilar verbalmente para sí mismo, aunque en la trasmisión estuviera incluido también Niván—. Más de uno seguro que se quedará sin palabras al descubrir que aquellas teorías que había defendido sobre tal o cual época eran erróneas, me muero de ganas por ver la cara de algunos de mis colegas. Si está en imágenes no podrán objetar nada, espero, aunque a veces ni la evidencia más flagrante les hace salir de su absurda obstinación. Algunos son testarudos a más no poder. Orick Damusefi por ejemplo, ese viejo sabelotodo, se empeña en afirmar que en la Edad del Sueño, la Segunda República Mundial fue instigada por un grupo residual del antiguo Imperio del Disco de Jade. Por extraño que parezca, no hay registro del asesinato de Alejandro Wang, que propició todo el tinglado posterior. Si pudiéramos verlo, Orick y sus partidarios callarían por fin.

Sin terminar de entenderlo por conocer tan siquiera superficialmente los sucesos de los que hablaba Xuga, Niván dejó de prestarle atención empujado por un pesado cansancio que se cernía sobre sus espaldas. El ronroneo cada vez más distante de la voz mental de Xuga era soporífero, y Niván no tardó en ceder al sueño y cerrar los ojos. Al darse cuenta su amigo, concluyó su disertación.

—Échate un poco en mi cama, que no te aguantas en pie —le propuso Xuga zarandeándolo por el hombro para despertarlo.

—Sí. Creo que será lo mejor —balbuceó Niván con los ojos todavía entrecerrados.

—Yo me pondré a analizar los datos que me has traído, estoy ansioso por empezar. En cuanto te levantes te cuento.

—Gracias.

Cabizbajo y sin terminar de salir del ensueño, Niván anduvo a duras penas los escasos metros que lo separaban de la gran cama de la matriz de Xuga. Tropezó con un mueble arisco que le regaló un dolor agudo pero efímero, y después se desplomó a peso muerto en el blando lecho. Antes de que Xuga hiciera otra pipada, él ya estaba completamente dormido, presa de un agotamiento absoluto. Por un lado se sumaba la tensión nerviosa del hallazgo con las horas de vigilia, por el otro la falta de regulación hormonal y reparación celular que llevaba a cabo toda cama de matriz mientras su inquilino dormía. No dormir era envejecer, una sensación muy extraña y desagradable —opinó Niván antes de perder la consciencia—. Sin embargo, por fin el esperado descanso había llegado, y compartir con su amigo el secreto le había liberado, dejándolo muchísimo más tranquilo. Aquel fue un sueño largo y profundo, que lo acogió tal que el útero materno que jamás había conocido.

Mientras, la humareda que exhalaba la pipa de Xuga subía en espirales concéntricas hacia el techo abovedado de la matriz, licuándose en la atmósfera aparentemente estanca de la casa, atiborrada de muebles anticuados y oscuros. Pasaron varias horas e innumerables bocanadas de humo hasta que Niván volvió en sí. Su visión inicial fue la de Xuga de espaldas, mal sentado en la misma silla y en la misma disposición en que lo dejó. Antes de incorporarse, Niván miró de reojo al sol que se erguía justo sobre ellos y tomó conciencia de cuánto había dormido.

—¿Cómo lo llevas? —preguntó Niván para captar la atención de su compañero y anunciarle que ya estaba despierto.

—Ah, buenos días. —Xuga torció la tez un segundo para saludar con la mirada y continuó mediante transmisión con el enlace~: Es fascinante. Supongo que podía esperármelo, aunque en un primer momento no pensé en ello: la mayor parte de fechas son anteriores al Neolítico, y en la Edad Lítica no disponemos de datos precisos, quiero decir en cuándo se produjeron ciertos acontecimientos remarcables. La historia moderna de la humanidad es un pequeño suspiro que apenas acaba de empezar. Aunque, teniendo en cuenta que hay millones de espejos pensaba… creía que habría más reflejos visibles a la vez.

~La confluencia puede parecer algo escasa, sí —explicó Niván—. Hay diversos factores que deben coincidir para que sea visible la Tierra en esos objetos, con una mínima calidad de observación, por supuesto —puntualizó—. Aunque piensa que aún tengo que terminar los cálculos y ver que todo esté correcto, los datos no son definitivos, pero de momento es lo que he podido conseguir. —Niván se levantó y puso a generar una taza de té con leche de yak—. Pero tampoco creo que cambie mucho la cosa respecto a lo que te he pasado una vez haya concluido el estudio. La estadística es así, la coincidencia es normal cuando hay muchas oportunidades, pero no deja de ser una coincidencia que se produce a intervalos más o menos dilatados —transfirió Niván, que se sentía fresco y animado, y su tono mental así lo expresaba—. ¡Fue una casualidad tremenda! Fue una casualidad tremenda que en el momento en que puse la mirada en las estrellas de detrás del asteroide se dieran los factores propicios para poder ver la Tierra con claridad, fue como… —dudó buscando un símil adecuado, hasta que se fijó en una vitrina donde Xuga exponía una colección de fíbulas que a pesar de estar ya documentadas, guardaba por motivos emocionales al ser de sus hallazgos primerizos—, como pincharse con un alfiler en medio del desierto.

~El doctor Livingstone, supongo.

~¿Qué?

~Nada, cosas mías —declaró Xuga, que se levantó oxidado después de tantas horas sin apenas moverse, puso a reciclar los enseres del té y prendió a Niván por el hombro—. Ven, pongámonos cómodos, te enseñaré lo que he encontrado.

Solicitar el privilegio de utilización preferente de uno de los telescopios del lado oscuro de la Luna era una medida excepcional, que eventualmente y en relación con un sistema de puntos por méritos, los integrantes de la Cepa del Tiempo podían pedir. Niván nunca se había visto en la necesidad de gastar sus horas de observación preferente, pero sin duda su reciente descubrimiento lo merecía, y ya había realizado los trámites pertinentes. Los beneficios eran numerosos: mayor calidad de imagen, menos contaminación de radiación ambiental, y ante todo el poder trabajar a cualquier hora del día.

Dando vueltas en la matriz, deseoso de que llegara el momento, Niván esperaba aquellas coordenadas espacio-temporales que Xuga le había indicado como un primer posible avistamiento de interés. La espera se estaba volviendo exasperante. El tiempo parecía discurrir más lento de lo habitual, y para entretenerse, Niván se dedicó a repasar sus últimos cálculos, a pesar de haberlo hecho ya varias veces en lo que llevaba de mañana. Al fin, la alerta que había programado le indicó que en breve se daría la conjunción cósmica que tanto ansiaba. Se tumbó en el diván y activó la inyección visual.

Al contemplar la Tierra por segunda vez quedó igualmente fascinado por su belleza, por sus verdes, azules y turquesas que entrañaba la vida consigo. Pero no tenía tiempo que perder con valoraciones estéticas, así que activó el almacenamiento global de imagen, y prosiguió su curso hacia un objetivo concreto que observar mientras se registraba el conjunto para su análisis posterior. Casi ya era la hora.

Acercándose a Eurasia, cautivó especialmente su atención la fisonomía peculiar que presentaba el litoral. Advirtió que una gran porción de tierras, de las cuales él bien conocía el perímetro, quedaban sumergidas bajo mares y océanos. Se mostraba tan vívida la imagen del espejo, que le resultaba chocante pensar que aquella tierra y aquellos bosques que ahora veía ya no existieran, mientras que otros aún tenían que emerger del lecho marino. Para Niván era desconcertante que todo aquello no fuera más que un eco de luz, un mero reflejo, aunque él lo percibiera en ese instante ante sus ojos tan indiscutiblemente real. Intentando alejarse de estas reflexiones que lo desconcentraban y entretenían, se focalizó en una cordillera montañosa. En ella, como en un nido de águilas, un conglomerado de casas se arrimaba temeroso a una pequeña pero infranqueable fortaleza que se alzaba en lo más alto de una abrupta cima.


LOS HOMBRES BUENOS
II

Desde la torre del homenaje del castillo Montsegur las vistas eran asombrosas, ya que dada su ubicación privilegiada en la cumbre, después del valle, cabía contemplar un formidable paisaje colmado de picos desafiantes que parecía se postrasen a sus pies. Desde ahí, la grandeza de las demás montañas quedaba menguada, y Pere-Roger de Mirapeis, en un arrebato de soberbia que le concedía la perspectiva, se creía capaz de vencer cualquier adversidad que el diablo ideara. Se estaba acercando lo más crudo del invierno, y la blanca nieve cubría cerca de la totalidad del entorno, a pesar de que los lejanos valles donde tocaba el sol aún gozaran de una efímera verde tregua que terminaría con la subsiguiente nevada.

Por fortuna, el día había amanecido despejado, y para aprovechar la benigna caricia del astro rey, Pere-Roger de Mirapeis y Raimon de Perelha, responsables de aquella comunidad sitiada, junto a Pons Ais, diácono cátaro, decidieron subir a la torre para discutir la situación.

Raimon se mostraba angustiado y vacilante, hasta había empezado a tartamudear en las últimas jornadas; por su condición noble las penurias del cerco francés hacían honda mella en él. Con todo, Pere-Roger de Mirapeis, hábil con las palabras, siempre conseguía calmarlo y ensalzar su ánimo para que aguantaran unos meses más, aunque esta vez, la situación se presentara peliaguda y no lo tuviera nada fácil.

—¡Oh funesta ventaja de la adversidad! —exclamó al viento Raimon de Perelha, contemplando el ajetreo del nuevo campamento francés afincando a 80 metros del fuerte—. Nuestro inexpugnable bastión, sometido por una panda de montaraces vascos que viven igual que bestias. Cuando aquellos rebecos endiablados escalaron la cresta oriental y pasaron por acero a nuestros centinelas, ya fue ahí que perdimos la guerra. Con los cruzados en la plataforma, sus máquinas no tardarán en destruir nuestras defensas. Ya sabemos que sus proyectiles de piedra, más grandes que la cabeza de un hombre, pueden hacer estragos en esta jaula en que estamos confinados. ¿Por qué resistir si solo sacaremos muerte de ello?

—Porque claudicar es ofender a Dios —respondió Pere-Roger—, que nos ha confiado la ardua carga de proteger a estas buenas gentes, cuyo único pecado es el de no obedecer a los Capetos y al Sumo Pontífice. Además, el hijo del herrero, Arnaud, no tardará en volver con un maestro inventor del pueblo de Capdenac que se ha unido a nuestra causa. Gracias a él y a sus ingenios mecánicos, si el señor nos tiene en gracia, podremos repeler la avanzadilla de las tropas cruzadas.

—Debo decir, mi buen señor de Perelha —Pons Ais, el religioso, intervino entonces—, que si abrimos las puertas a los soldados para mitigar nuestra sed y nuestra hambre, la iglesia de los lobos tendrá bien en quemar en la hoguera los buenos hombres que aquí residimos. —Pons Ais repeinó su barba con la mano, y una nube blanca cayó sobre su abrigo, que ya de por sí presentaba un aspecto descuidado, manchado con clapas más claras—. Pero no os confundáis mi señor —dijo mirando a Raimon—, no nos importa dejar esta mísera y diabólica existencia, en otras vidas nos veremos como halcones o aldeanos, pero ¿creéis en verdad que este es el fin que debéis suministrarnos? Si la parte de Dios que os emana del corazón nos ha puesto bajo vuestro amparo, ¿no será que vuestro destino es protegernos?

—No es mi intención condenaros —dijo el noble Raimon, afligido, mirando las diminutas tiendas francesas de la plana—, pero resistir es agudizar el martirio. Las provisiones escasean, suerte tenemos de ese niño, Arnaud, y de los demás mozalbetes que esquivan las tropas enemigas para traernos algo de grano y castañas, pero cuando el frío se intensifique serán muchos los que morirán durante el sueño, por la debilidad de sus cuerpos. El ayuno de los perfectos se ha impuesto, por necesidad, a toda la comunidad, y tanto niños como mujeres flaquean por no haberse llevado a la boca en meses un trozo de carne. —El tono exasperado de Raimon pasó a una cadencia más triste, y se giró hacia su camarada de mando, Pere-Roger—. Detesto tanto como vosotros a los cruzados, bien lo sabes Pere-Roger, pero ¿acaso no habrá un ápice de misericordia en el arzobispo de Narbona si claudicamos? Somos el último reducto de la fe cátara, si nos rendimos, su victoria se hallará completa y se darán por satisfechos. No hay necesidad de un escarmiento excesivo.

—Tus palabras son embustes del maligno que tu corazón no cree, Raimon —dijo Pere-Roger afectuosamente, cogiéndole del hombro—, sé que odias a los cruzados, pero también sé que lo haces por lo que les has visto hacer, y por su inclemente crueldad. Solo nos queda resistir, resistir y confiar en que los artilugios del maestro inventor alejen a las tropas del rey mientras esperamos a que el conde de Tolosa venga a auxiliarnos. Somos sus vasallos y no permitirá por más tiempo este baño de sangre, Raimon, debemos confiar en el conde. Resistir.

—Mi buen señor de Perelha —intervino Pons Ais—, como molinero soy plenamente conciente de la hambruna que nos azota, y entiendo que los seglares aborrezcan que todos los días de la semana, y no solo los propios, sean de ayuno de pan y agua, pero si este cuerpo corrupto pasa hambre se ensalza el espíritu que nos acerca a Dios, y nos hace más puros, y más firmes para resistir las acometidas del enemigo del señor. No os preocupéis por mujeres y niños, sabrán resistir si se requiere: son mucho más fuertes que nosotros.

—Esperaremos pues a ver qué resulta del ingenio del maestro inventor —concedió el noble Raimon, retornando la vista fuera de la torre, pero esta vez más cerca, en las casas cercanas—, aunque me preocupa que el final sea el mismo, y que entonces ya sea demasiado tarde para gran parte de estos pobres hombres buenos…

—Perfecto Pons, ¿qué hacen esas personas en la terraza nordeste? —preguntó Pere-Roger señalando—. Hace días que las observo bajo la intemperie rezar sin descanso.

—Han decidido reunirse con Dios mediante la endura, mi señor —contestó Pons Ais—. En la comunidad todos sabemos que hay carestía, y han decidido ayunar hasta la muerte para dar una oportunidad al resto de hermanos.

—No podemos permitirlo —replicó enérgico Pere-Roger—, su sacrificio solo beneficiará a los cruzados. Si es preciso reduciremos la dosis de pan, o enviaremos una expedición de caza, pero nadie morirá de inanición si yo puedo impedirlo.

—Deberéis convencerlos, entonces, mi señor —apuntó Pons Ais—, pero su voluntad es fuerte en acercarse a Dios. Están decididos a dejar este mundo diabólico.

—Lo haréis vos, perfecto Pons —ordenó con firmeza Pere-Roger—. En los temas del alma sois un pastor experimentado, y este problema no concierne al hambre sino al espíritu. Que los cruzados no mengüen nuestra gente sin haber lanzado proyectil alguno.

—Si así lo queréis, así lo haré —concedió Pons Ais.

Raimon de Perelha se había quedado apoyado en una almena, absorto contemplando su pueblo. En los bancales de la montaña, abrupta e irregular, se alzaban las casas de piedra donde se apiñaban aquellos que había resistido hasta entonces el sitio. Entre ellas, el brillante blanco de la nieve era cortado por líneas pardas producto de los caminos habituales de la gente, con la marca de las pisadas en el barro y charcos puntuales donde algunos solían parar. Al ver un grupo de niños jugando detrás de una empalizada cercana, creyó volver a su feliz infancia en Lauragués y huir de aquella pesadilla por un instante. Los niños eran ajenos a la locura del mundo, ellos solo querían jugar, a pesar de todas las vicisitudes. Al verlos entendió por qué luchaba: aquellas gentes, cultas, tolerantes, bondadosas, con las que se había criado, solo querían hacer su vida y practicar su fe. Pero era precisamente su bondad y libertad lo que asustaba a los poderosos, que querían subyugarlos o eliminarlos a cualquier precio. A fin de cuentas, la fe cátara, de la que él también participaba, no era sino un pretexto político de los condes franceses para asentarse en sus dominios.

En ese momento entraron en el patio de armas un chiquillo junto a un hombre mayor. Raimon se giró y avisó a Pere-Roger, que con un «Sí, son ellos» confirmó que Arnaud había vuelto con el maestro inventor. Una vez en el patio, se saludaron con un par de besos en las mejillas, y el chico se postró tres veces ante la presencia del perfecto.

—Bienhallados señores de Montsegur, Raimon de Perelha y Pere-Roger de Mirapeis, les presento mi más firme compromiso con su causa, y me pongo a su servicio. Soy Bertran de Capdenac, inventor y alquimista. Algunos dicen que tengo cierta pericia ordenando la obra de Dios para que se ajuste a los fines buscados, espero ser digno de tales halagos.

—Sea bienvenido maese Bertran —dijo Pere-Roger—, he oído pronunciar grandes alabanzas de su ingenio y no dudo que sus artes nos darán gran beneficio. Pero subamos a la torre para que pueda observar la situación en que nos hallamos. —Al lado del maestro estaba el joven Arnaud, un adolescente harapiento y sucio. Intimidado por la presencia de los nobles, restaba inmóvil y callado, con la mirada baja—. Perfecto Pons Ais, por favor acompañad al chico para que coma algo y llevad a cabo el cometido de que hablamos antes. —Para terminar, Pere-Roger dio al chico unos golpecitos en el hombro y le dijo—: Eres un valiente Arnaud.

Este levantó la vista y esbozó una sonrisa tímida, después, se fue con el perfecto Pons Ais hacia la terraza nordeste. De camino, andando despacio y con cuidado para no resbalar en las piedras mojadas que quedaban al descubierto en el barro, Arnaud seguía al religioso unos pasos para atrás, cautivado por el polvo que se desprendía de los ropajes del molinero al hacer algún movimiento brusco. «Debe ser harina», se dijo el chico.

—Arnaud, ¿cómo fue la expedición esta vez? —preguntó Pons Ais sin aminorar el ritmo—. ¿Algún problema?

—No perfecto Pons Ais —se apresuró a contestar Arnaud, acelerando el paso para ponerse a su lado—. Los centinelas ni sospecharon que pasábamos, en realidad no vi ninguno… se deben haber replegado al campamento principal.

—Hablas como un caballero —bromeó Pons Ais—. Si nadie has visto es porque era tu destino elegir los senderos vacíos. —El chico afirmó con la cabeza—. Hoy es martes —recordó para sus adentros el perfecto—, ¿ya has comido algo?

—No perfecto Pons Ais, pero ayer en el pueblo me dieron para cenar pescado, pan, y un trozo de queso. —Arnaud se censuró a sí mismo por mala consciencia, y sacó al momento una cuña de queso que guardaba en el sayo—. Pero no probé el queso, lo he traído para quien lo necesite.

De reojo, Pons Ais le dio una ojeada al pescuño.

—Guarda ese queso Arnaud, y no seas tan devoto a tu edad, o morirás joven. Que lo hayas traído para compartir con los demás hermanos habla bien de tu alma, pero no te prives de darle un bocado. Bien es sabido que las garzas fieles de cierta edad como es mi caso nos abstendremos, aunque piensa que el ayuno, o el comer solamente vegetales y pescado, es un medio de purificación de los perfectos, pero los jóvenes debéis crecer y alimentaros, todavía más en la escasez que nos asola.

—Pero perfecto Pons Ais, yo espero recibir el consolamentum cuando tenga edad —se justificó—, quiero seguir una vida pura.

—Lo sé Arnaud, pero para que llegue ese momento no debes morir de inanición. Conoce el mundo, al diablo, para poder después honrar a Dios.

El mozo se guardó la cuña de queso, aunque antes la vio un seglar que se les acercaba en sentido contrario, era Sicard de Bèucaire, un comerciante de tejidos. Al cruzárseles, les increpó:

—En malas horas nos vemos perfecto, ¿acaso venís del castillo? —Sicard parecía enfadado—. Los señores de Mirapeis no atienden a mis demandas, mi familia ya no puede aguantar más. Llevamos semanas a pan y agua mientras estos mozos se engordan a base de caza. ¿Qué esconde el chico bajo la capa?

El religioso y Arnaud no tuvieron otra opción que detenerse, y lidiar con el disgusto del hombre.

—Seáis bendecido, Sicard de Bèucaire —saludó Pons Ais—, es verdad que venimos del castillo. Los señores están trabajando en resguardarnos del peligro que supone que las tropas cruzadas conquistaran el terraplén oriental con ayuda de los montaraces vascos. Son muchas las solicitudes y problemas a que se enfrentan nuestros amos, y estoy seguro de que en cuanto puedan, os atenderán.

—Deberíamos rendirnos al rey de una vez —espetó Sicard—, por vuestra obstinación religiosa moriremos todos. ¿Qué esconde el chico bajo la capa? Juro que si los beatos estáis ocultando comida no dudaré en… en..

—No juréis porque delatáis vuestra impiedad —le cortó Pons Ais con voz firme—. Dejad al mozo tranquilo porque gracias a él y a los otros chicos tenemos aún grano para hacer pan. Si no creéis en nuestra causa, nadie os obliga a seguir entre nosotros, huid con vuestra familia corriendo el mismo peligro que corren estos chicos para alimentaros.

Afectado por la disputa que sentía haber desencadenado, Arnaud sacó el queso ofreciéndoselo a Sicard, quien sin miramientos lo cogió y se alejó refunfuñando, maldiciendo a los perfectos cátaros y a los señores de aquel castillo. Acto seguido, Pons Ais dio una ojeada dubitativa al chico, interrogándose internamente sobre la conveniencia de la elección de Arnaud, y sin mediar palabra, giró la testa y reemprendió la marcha con el joven detrás.

En la terraza nordeste, un grupo de encorvadas figuras esqueléticas susurraban salmos al viento, enajenadas por el ayuno y la mística inmensidad del paisaje. Eran personas ataviadas con gruesos abrigos grises con capucha, pero a pesar de ellos se les marcaba claramente el espinazo, y tan siquiera dejaban a la vista en la mayoría de casos unas manos temblorosas y huesudas, o una eccematosa nariz enrojecida. Varios se balanceaban de rodillas para calmar el frío, otros se postraban inertes con la cabeza sobre su propio regazo. La escena podía resultar turbadora para nobles como Raimon, pero Arnaud ya estaba habituado a la miseria y no le produjo gran impresión, únicamente una pizca de aflicción. Acompañando a los desesperados que habían decidido emprender aquel suicidio ritual, una corte de mujeres les daban ánimo o agua, cuidándoles, con tal de ayudarles a sobrellevar ese tránsito hacia la muerte.

Se dirigió Pons Ais a conversar con la perfecta madre Rixende de Telle, quien atendía a unos necesitados, con el propósito de comunicarle la preocupación de los señores del castillo. Mientras, Arnaud fue a sentarse en un banco de piedra próximo. El chico empezó atendiendo disimuladamente el diálogo entre los perfectos, como Pons Ais intentaba convencer a Rixende de que el conde de Tolosa no tardaría en llegar para salvarlos, pero al descubrir a Bruna, una chica de su misma edad, entre las cuidadoras, quedó embelesado contemplándola, perdiendo el hilo de la conversación que se confundía entre rezos y lamentos. Se cruzaron las miradas y Bruna, una vez terminó de dar de beber a uno de los espectros moribundos, fue a su encuentro.

—Buenos días Arnaud —dijo alegre Bruna—, volviste sano y salvo, otra vez —sonrió—. ¿Pudiste hallar al maestro artesano?

—Buenos días Bruna. Sí, ahora está con los señores, esperemos que Dios tenga a bien en que sea la ayuda que necesitamos.

—¿Comiste ya valiente ardillita?

—Ayer comí algo en el pueblo, puedo aguantar hasta… mañana.

—No seas bobo. Yo no he podido asistir a la comida con la comunidad, mucho trabajo me quedaba aquí, así que si quieres, en cuanto termine, nos comemos el regojo de hogaza que me han traído. —Bruna le enseñó una trozo de pan que guardaba entre la blusa y el abrigo, y sin esperar contestación, se marchó satisfecha a atender sus quehaceres.

Lo que más le gustaba de ella, era esa actitud tan positiva, siempre risueña, que le ayudaba a Arnaud a mantener la esperanza en un futuro. Aprovechando que los perfectos seguían discutiendo el asunto del ayuno, Arnaud volvió a prestarles atención para hacer tiempo.

—En el buen saber de mi alma, iluminada por la luz del bien, puedo entender que la endura no debe practicarse por mandato del contexto —decía Rixende de Telle—, pero si este mundo tiene un principio maligno, ¿cómo disuadir a estos perfectos de que renazcan en el reino de Dios si lo creen conveniente? La situación, el contexto, es fruto de este mundo, y este mundo es banal y corrupto. Si anhelan ir de la nada al todo, ¿con qué argumentos pretendéis que los convenza?

—Todos somos conocedores de lo que dijo San Mateo, mi compasiva hermana Rixende: “Un árbol malo da frutos malos; Un árbol bueno no puede producir frutos malos así como uno malo no puede producir frutos buenos”, y a pesar de estar atrapados en este reino del diablo, del mal y la materia, no nos lazamos los perfectos por un abismo nada más conocer la palabra de Dios, porque está en su voluntad que difundamos la verdad, y con ella el bien, para destruir lo que no es. Hablémosles entonces en estos términos: digámosles que ceder a la corrupción es ceder ante el diablo, que como perfectos debemos vivir para difundir el bien y su verdad, porque esta es la voluntad del señor, y nosotros no podemos luchar contra ella.

—Espero que escuchen este mensajes, perfecto Pons Ais, pero en sus corazones habita el dilema de cuál de los dos sacrificios que les propone la vicisitud es el buen camino que dicta Dios, y no será tarea fácil que escuchen nuestras razones, que en parte atienden al ruego de los señores del castillo y no a un precepto divino.

Bruna regresó, se había apresurado en terminar sus cometidos, y apresando de la mano a Arnaud lo impulsó a que la siguiera. Él se resistió en un primer momento por querer avisar a Pons Ais, pero viendo que estaba enfrascado en plena disertación, no podía interrumpirle, y cedió. Ella lo condujo hasta un granero vacío que no distaba de allí, y sentados uno frente al otro, saborearon lentamente el mísero pedazo de pan que tenían.

—¿De qué hablaban los perfectos? —preguntó Bruna, salivando con cada migaja.

—Creo que los señores de Mirapeis quieren hacer desistir a aquellos que se inmolan por endura —contestó Arnaud—. Supongo que quien toma ese camino es porque cree que es la mejor opción, pero puede que estén equivocados… la verdad no sé si podrán convencerles.

—Harán lo que tengan que hacer —apuntó Bruna—. Cada uno hace lo que tiene que hacer, no importa lo que quieran los señores de Mirapeis.

—¿Estás segura de que no hay elección?

—Ya sabes que eso es lo que dicen las escrituras.

—¿Acaso lo has leído? —dijo con una sonrisa burlona Arnaud.

—No —contestó a regañadientes Bruna—. Pero la madre Rixende me está enseñando a leer nuestra lengua, y ya he leído algunas partes de los cuatro evangelios.

—Yo no sé ni latín ni la lengua de oc. Siempre le insisto al perfecto Pons Ais que me enseñe, pero dice que cuando termine la guerra…

—Pues yo bien que te entiendo, valiente ardillita —bromeó Bruna.

Arnaud pasó por alto la broma, y reflexionó en voz alta:

—¿No sé por qué disgusta tanto a los señores del Norte que los textos sagrados estén en la lengua del pueblo? Tendría que ser algo bueno.

—Que inocente eres, Arnaud. Lo que no se entiende no se puede discutir.

—Yo aprenderé a leer —se dijo convencido—, y entonces sabré del cierto si hay elección o no, y por qué es tan peligroso escuchar a Dios directamente.

—No es solo la palabra de Dios lo que temen los Capetos. Aquí las mujeres podemos predicar, no se nos trata como ganado, y entendemos que es el pueblo quien debe decidir su porvenir, no un grupo de obesos obispos, que demasiado conocen el pecado y que únicamente piensan en engordar sus panzas. Temen tanto nuestra cultura como nuestra religión; temen que podamos cambiar el mundo.

Cuando el sol emprendió su pronto descenso invernal, en el campamento cruzado la actividad era frenética. En la tienda de mando, Hugues d’Arcis, senescal de Carcasona, y Peire Amiel, arzobispo de Narbona, reposaban apoltronados en sillas de tijera con asiento de cuero, aunque su aparente apatía ocultaba la impaciencia por la llegada de una ansiada visita. Al entrar Sicard de Bèucaire en la tienda, comerciante de tejidos cátaro, los dos se pusieron en pie al acto.

—Bienvenido, al fin os tenemos aquí —dijo Hugues d’Arcis, general de los cruzados.

—Bienvenido —dijo al arzobispo—, ya temíamos que os hubierais echado para atrás

—Bienhallados —dijo Sicard, haciendo una reverencia—, por nada del mundo seguiría al lado de esa panda de insensatos. Como comerciante que soy, mi eminencia, considero que respetar los tratos es lo primero. He conseguido escapar, no sin gran esfuerzo, con mi mujer y primogénito del castrum, y al presente les resguardan vuestras tropas. Como acordamos, cuando caiga el sol por poniente os abriré las puertas del Este. Confío en que se mantenga vuestra promesa de benevolencia y amparó a cambio de mis servicios.

—A la postre los tejedores tendrán su merecido  —profirió satisfecho Peire Amiel, el arzobispo.

—Los preparativos están dispuestos —dijo Hugues d’Arcis—, la batalla será esta noche. Y no dudéis de que vuestra deuda será saldada, Sicard de Bèucaire.

—Vos ya no sois cátaro —añadió el arzobispo—, y Dios perdona vuestros pecados.

Al caer la noche, las temperaturas habían descendido vertiginosamente al compás que un viento gélido silbaba entre las rocas. La mayor parte de los refugiados se apiñaban en las casas, alrededor del hogar, intentando mantenerse calientes y secos durante las tinieblas. Afuera, los vigías hacían su ronda habitual, tapados por completo dejaban solo a la intemperie lo imprescindible, como pueda ser la franja de los ojos, y contaban afanosos los minutos que les restaban para ser substituidos siguiendo el movimiento de los astros.

Arnaud yacía junto a un grupo de jóvenes goliardos, que a la luz de las brasas recitaban poemas de antaño con una musicalidad improvisada. Las letras hablaban de curas fogosos, de amores prohibidos, y de fiestas eclesiásticas donde el demonio era el anfitrión. A Arnaud todo aquello le parecía poco adecuado, aunque respetaba a esos trotamundos y nunca les hubiera recriminado nada, porque a pesar de su lenguaje libertino, eran afables y cuantiosa era la ayuda que prestaban. En esos momentos, un retumbo ensordecedor hizo callar a la alegre comitiva.

En una empalizada, el guardia nocturno Guillem también oyó el impacto, pero a causa de la oscuridad reinante no supo adónde mirar. Después del estrépito, siguió una calma tensa, silenciosa y gélida. Guillem clavó la vista en el campamento de las tropas cruzadas, y se sorprendió en ver que estaba prácticamente a oscuras. Normalmente, numerosas tiendas se mostraban perfiladas por la luz de los fuegos, pero algo extraño estaba pasando, y el escaso fulgor que se percibía provenía siquiera de las ascuas de las hogueras.

Guillem examinaba la negrura en busca de una señal o movimiento sospechoso, cuando una incandescente luz circular apareció en un flanco del campamento francés. La bola de fuego, estática unos segundos, se alzó con rapidez acompañada por el sonido de la oscilación del contrapeso, y salió disparada hacia donde él estaba.

—¡Trabuc! —gritó Guillem antes de tirarse a la nieve.

El proyectil destrozó parte del muro defensivo, y fue a parar a unos metros del centinela, que quedó aturdido unos segundos viendo la gran esfera de piedra ardiendo en la nieve. Salió de la conmoción por la algarabía que resonaba en la torre Este, cerca de su posición, y el posterior choque de espadas que le confirmó que las tropas cruzadas estaban perpetrando un ataque. Por acto reflejo primero pensó en huir, sentía miedo ante la posibilidad de morir bajo el acero enemigo, pero armándose de valor y recordando la razón por la que luchaba, se levantó dolorido y fue hacia el barullo.

Los cruzados habían conseguido ingresar en el patio bajo la torre Este, y un pequeño escuadrón cátaro pretendía contenerlos, aunque su escaso número respecto a los atacantes, producto de la sorpresa, hacía la empresa casi imposible. Sacando la espada, Guillem corrió a unirse a ellos, y tan solo llegar asestó un golpe mortífero en el cuello, que la cota de malla no pudo evitar, a un cruzado que combatía con uno de sus compañeros. Vio que tras la primera línea de choque venían los lanceros, y más allá preparaban las letales ballestas para ser disparadas. Sonó al fin el grave clamor de alerta del añafilero cátaro, que avisaría a todos los operativos de la urgencia y situación del ataque, y una tropa cátara de refuerzo llegó casi al unísono por la empalizada de su espalda. La resistencia cátara juntó los escudos de que disponían refugiándose a su amparo, y aguantaron la embestida de las espadas hasta que sus lanceros alcanzaron la primera línea cruzada, repeliéndola unos metros. El sargento Martí, que estaba cerca de Guillem, gritó a este:

—¡Guillem, corred a explicar las circunstancias a los señores, y cerrad la puerta de la empalizada detrás de vosotros! ¡Que los arqueros nos cubran desde arriba!

Guillem se alegró enormemente en su fuero interno de que lo libraran de la contienda, y se apresuró a cumplir las órdenes, aun sabiendo que al cerrar las puertas, impediría el avance francés pero también sentenciaría a sus compañeros a una muerte segura. Antes de irse, un tercer impacto de trabuquete sacudió la muralla, aunque esta vez no logró penetrar en ella.

Al cerrar las puertas, jadeante y con el corazón latiendo sin control a punto de explotar, Guillem tuvo que hacer un gran esfuerzo para silenciar las señales de su cuerpo que le instaban a detenerse, y remontó los bancales de piedra hasta la parte alta del fuerte. Para su alivio, Raimon de Perelha y Pere-Roger de Mirapeis intentaban observar la contienda desde la terraza enfrente del castillo, incapaces de discernir su alcance en la oscuridad, y se libró de trepar hasta la alta torre del homenaje. El soldado les relató la situación con detalle, y Pere-Roger dio un seguido de instrucciones a los capitanes de la guardia, aún medio dormidos y desubicados.

Pons Ais, que pernoctaba en una casa adyacente al castillo, también estaba ahí. Al escuchar las malas noticias inmediatamente inquirió a sus señores:

—Mis ilustres amos, ¿qué significado tiene esta desventura? ¿Debemos preocuparnos o creéis que podremos repeler al enemigo?

—Si consiguen ocupar la torre Este —dijo Pere-Roger, con rostro preocupado—, el destino habrá sido resuelto de forma funesta. A partir de dicha posición, es siquiera cuestión de tiempo que, hostigándonos desde dentro, los cruzados fuercen irremediablemente nuestra rendición. Puede que al alba, antes del infortunio, cupiera aún alguna esperanza de dominar al enemigo, sin embargo al presente, la fortuna se ha decantado definitivamente a su favor.

Delante la idea de una conquista inminente, Pons Ais se sintió perturbado, y caviló cómo afrontarlo. Era un momento que largamente había temido que llegara, pero que con tal de no darle crédito, había rehuido plantearse en exceso. El religioso creía no temer a la muerte, pero al verla acercarse con sigilo, su cuerpo no atendía a su razón, y empezó a sudar.

—En tal caso, debo pedirles, mis buenos señores, que me consientan disponer de este hombre de armas —dijo Pons Ais refiriéndose a Guillem— para sacar del castrum nuestro tesoro más valioso. Que por justicia no se pierda toda la verdad en la hoguera si nos apresan.

—Disponed de este soldado como gustéis, perfecto Pons Ais —concedió Pere-Roger desolado—, no por poseer un hombre más vamos a ganar esta batalla perdida.

—Debiéramos haber claudicado antes —se lamentó Raimon de Perelha.

—Nosotros nos salvaremos —le dijo Pere-Roger a Raimon—, pero ningún perfecto claudicara de su fe, serán quemados en la hoguera. Si existía alguna posibilidad de que la fortuna los amparase, era nuestro deber aspirar a protegerlos… —Pere-Roger se resistía a aceptar la derrota, y tras permanecer pensativo unos segundos en el silbar del gélido viento nocturno, llamó a uno de sus hombres—. Id a buscar al maestro inventor —le ordenó—, si hay alguna opción de repeler a los cruzados, él tendrá la solución con la ayuda de Dios.

—Dios no está en este mundo,  mis valerosos señores —comentó Pons Ais—, aunque sí que habita en nuestras almas. Que desde ahí os guíe con sabiduría. Me despido, debo partir, pero recordad que nunca olvidaremos lo que habéis hecho por nuestra comunidad.

Dicho esto, el perfecto Pons Ais y Guillem se marcharon en dirección a la terraza Oeste. Enmudecidos sospesando los recientes sucesos, durante el trayecto el viento y el crujir de sus pasos en la nieve fueron los únicos sonidos audibles. Desde allí, para Guillem, la ofensiva cruzada daba la impresión de que no hubiera existido nunca, de que hubiera sido simplemente una pesadilla pasajera y lejana. Por mucho que uno se preparase, nunca llegaba a ser totalmente inmune al terror de la batalla, y la escena de combate vivida escaso tiempo atrás por Guillem, la juzgaba irreal, borrosa en la memoria, aunque tenía claro que no quería volver a ella.

El perfecto accedió a una casa, saliendo con Bruna al poco rato, y a continuación entrando en una vivienda cercana instó a Arnaud a que lo siguiera con un críptico «Ven, es el momento». Los chicos estaban asustados, temblorosos a causa de la malsana combinación de miedo y frío, pero permanecieron atentos a todos los movimientos y gestos del perfecto, intentando entender lo que ocurría.

—Es probable que los cruzados nos conquisten —empezó Pons Ais—, si no es esta noche, será en breve. Todos los hombres fieles de esta comunidad jamás renunciaran a su fe, y es seguro que serán quemados en la hoguera, por la gracia de la piadosa iglesia de los lobos. —Les miró a los ojos, con ternura y esperanza—. Vosotros sois los más perfectos de cuantos jóvenes habitan aquí, sois el tesoro más preciado de los buenos hombres, porque compartís y entendéis la bondad del señor y vuestra sangre todavía no está seca. —Pons Ais, hizo una breve pausa—. No hay cuerpo que no vaya a morir, la corrupción de la materia es intrínseca a su condición perversa, tanto vosotros como el resto de mortales moriremos algún día para ir a otro cuerpo o al reino de Dios, pero eso no tiene relevancia, lo realmente importante es persistir en la lucha contra el diablo del universo tangible. Difundir el bien y la verdad donde todo es ponzoña, porque ese es el fin primero de los buenos hombres que albergan a Dios en su corazón: destruir la materia con el bien del espíritu. —Tras este discurso, los besó en la frente—. Él os custodiará —dijo señalando a Guillem—. Escaparéis de la fortaleza, para vivir en silencio, ocultando vuestra condición de perfectos, pero preservando y difundiendo con disimulo los preceptos del bien, para que el diablo no venza. Quizás no esté en nuestra manos cambiar el mundo, pero debemos mantener la llama viva, para que el fuego de Dios, algún día, pueda llegar a arder en la Tierra.

Con solemnidad Pons Ais les suministró el consolamentum, les abrazó, y partieron inmediatamente después.


La rotación relativa de la Luna y su posición respecto al espejo había superado el límite convergente, y Niván verificó la perdida visual a través de una especie de esfera armilar subreal y un seguido de líneas superpuestas a una representación de la Vía Láctea, donde se integraban complejos cálculos que incluían los espejos circunflejos detectados y sus rangos de confluencia. En efecto, el reflejo de aquella Tierra de antaño había desaparecido, y Niván detuvo el almacenamiento de las imágenes procedentes de los telescopios selénicos.

«Fascinantemente extraño», calificó mentalmente. Ni por asomo hubiera sospechado que la Era Media fuera así. Por alguna razón, obviamente poco fundamentada, Niván daba por hecho que el pasado sería similar a su tiempo presente, aunque técnicamente más primitivo. Pero las diferencias que había contemplado sobrepasaban el ámbito estrictamente técnico, y el gran abismo entre ellos se hallaba en la cultura y en el sentido de lo que era considerado correcto, llamémoslo moral, que Niván creía era un sentimiento común y atemporal con el que nacían las personas. La evidencia de la relatividad del bien y del mal, la brutalidad de la que habían sido capaces los seres humanos, le mostraban a Niván el legado sobre el que se levantaba su civilización, unos precedentes que con anterioridad ignoraba por completo, por lo menos en tales términos. Esto avivó en él la curiosidad, gestándose en su interior la necesidad de ver más, de conocer de primera mano cómo el caminar de la especie los había llevado hasta su momento actual. No era lo mismo que te lo contasen que verlo. Claro que había oído hablar de guerras, de muerte y violencia, pero era un conocimiento abstracto. Verlo era vivirlo, y le daba un valor real y emotivo.

Aún pasó un buen rato meditando y recreando las imágenes del telescopio, sin levantarse del diván. Lo tenía todo guardado en el núcleo de la matriz, y se entretuvo visualizando algunas partes, buscando detalles, intentando entender aquellas gentes que según Xuga, marcaban el principio de una nueva forma de entender el mundo. Alguna vez su amigo le había explicado que en la historia de la humanidad podían marcarse algunos escalones como los hitos en que se había iniciado una tendencia mental; escaleras evolutivas que llevaron a la civilización hacia un sentido u otro. También le remarcó Xuga a Niván, al hacerle el símil de la escalera, que subir no significaba mejorar, siquiera implicaba cambiar. «Mucho hemos cambiando entonces», pensó Niván ahora, tras haber contemplado tal espectáculo de la antigüedad.

Con un gorgoteo amortiguado el estómago de Niván se quejó por llevar tantas horas vacío. El lamento hizo que se plateara que quizás era un buen momento para descansar, comer algo, y estirar las piernas antes de continuar trabajando en su proyecto. Así que generó unas gachas lamián y se las comió de pie, de cara a las montañas que se desdibujaban en el horizonte. Luego montó en su ciclón y se dirigió al foro con la intención de desconectar y descansar un poco charlando con sus amigos. Sabía que debía relajar la mente para proseguir con los cálculos, que media hora de distensión bien podía ahorrarle un par de horas de trabajo. «Mente tranquila, mente ágil», decía Mun, su segundo tutor; y tenía razón.

—¿Qué te pareció la obra? —le preguntó Andara a Niván unos minutos después de su llegada al foro.

—Sí es verdad, ¿qué tal? —También Jun estaba con ellos, y se incorporó a la pregunta.

—¿La de Lisístrata? —La evidencia del silencio respondió por sus amigas—. Sí, claro, ya sé, tampoco es que vaya tanto al teatro… —dijo Niván e hizo una pausa, como analizando lo visto días atrás—. En verdad he de admitir que me gustó, al ser cantada fue bastante amena. Creo que a ti, Andara, también te hubiera gustado. La protagonista era una mujer muy, muy… —y vaciló buscando la palabra—: insumisa.

—Pues ya me pasaré a echarle un vistazo —dijo Andara—. Si alguien como tú, a quien no le gusta especialmente el teatro considera que está bien, será que vale la pena.

—Sí, está bien —continuó Niván—. Aunque el rigor histórico… no sé si es muy afortunado. Son todos muy simpáticos, alegres y dulces, en la obra.

Andara se quedó un poco sorprendida por el comentario, mientras que Jun siguió picoteando frutos secos, una actividad que le encantaba y con la cual podía pasarse tardes enteras.

—Vaya, nos ha salido otro quisquilloso histórico —bromeó Andara refiriéndose al interés de Xuga por el pasado—. ¿Será que tú estuviste ahí?

—Simpáticos, alegres, dulces y cantarines. Es una buena forma de pensar en el final de la Edad Antigua —aportó Jun con una sonrisa—. ¿O es la Era Media ya?

Al darse cuenta Niván de que se estaba delatando, y no deseando compartir aún con sus amigas sus recientes descubrimientos, desvió la conversación.

—Tienes razón, ¿qué sé yo? Por cierto, ¿cómo fue la regeneración de la herida? —indagó Niván.

—Yo nunca he tenido que vivir una de tal magnitud. ¿Te dolió? —añadió Jun.

Andara sostuvo el silencio unos momentos, escrutando a Niván con la mirada, intentando dilucidar qué era eso que no le cuadraba de su amigo.

—No. Es más bien a la inversa —contó Andara—. A medida que avanza la regeneración el dolor disminuye. Suerte tienes del olvido del padecimiento de las turbaciones, pequeña Jun, pero tranquilos que ya os llegará, casi todo el mundo termina sufriendo algún que otro accidente a lo largo de la vida. Para mí, en estos largos ochenta y tantos inviernos que he superado, ya van unos cuantos “incidentes”.

—¿Y nunca has temido por tu vida? —indagó Jun, que era la más joven del grupo.

—Temido no, pocas son las lesiones que no tiene solución. La vida es muy corta para morirse antes de tiempo. Dieciocho años y deberé dejar paso a las nuevas generaciones, pero mientras pienso aprovechar lo que me corresponde.

—No esperábamos menos de ti Andara —dijo en tono guasón Niván—. Vaya, aún me quedan dieciocho años por oír en qué me equivoco.

—No seas cruel, sabes que siempre he intentado ayudarte con mis consejos. —Los ojos de Andara comunicaban cariño y seriedad. Era una mirada fuerte, sabia y vieja, que siempre albergaba un espacio de afecto para Niván.

—Lo sé. Quizás llegue el día en que yo pueda ayudarte a ti y devolvértelo.

—No es necesario que me lo devuelvas a mí —indicó Andara—. Devuélveselo a es chiquillo que me han dicho vas a tutelar.

—Es verdad —se acordó Jun—, ¿cómo lo llevas?

De repente una preocupación olvidada retornó a la mente de Niván. Ya ni se acordaba, y no sabía exactamente cómo afrontaría el tema en vistas de su reciente descubrimiento. Por ahora, había decidido seguir con la tutela e intentar compaginarla con la investigación. Anularla sería interpretado socialmente como un acto de irresponsabilidad, pues ya se había comprometido realizando la petición. Así que no tenía muchas opciones si no quería que lo tacharan de inmaduro y esto afectara a próximas solicitudes en otros ámbitos.

—M



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Espejos circunflejos: C. III

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