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Autoridad Política y Cristianismo


   En su epístola a los creyentes de Roma el apóstol Pablo dedica un breve pero significativo paréntesis al tema de la Autoridad política o civil y la relación del creyente con la misma. Es posiblemente una de las porciones más claras y explicitas sobre el tema en todo el Nuevo Testamento o probablemente de toda la Biblia. La introducción del tema es abrupta y enfática:

Sométase toda persona a las autoridades superiores; porque no hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas. De modo que quien se opone a la autoridad, a lo establecido por Dios resiste; y los que resisten, acarrean condenación para sí mismos” 
(Romanos 13:1-2). 

   En condiciones normales de gobierno y de la administración de Justicia en la sociedad este texto bíblico no causaría ningún tipo de dudas. Por qué razón alguien pensaría en resistir y desconocer a la autoridad establecida si esta cumple con sus necesarios fines, los cuales el mismo apóstol mencionará más adelante en su exposición. Pero cuando la causa del conflicto es precisamente la censurable y cuestionable actuación de aquellos que están en autoridad, surgen las preguntas: ¿Hasta cuando se le debe respeto y sujeción a esta envilecida autoridad? ¿Debo como buen cristiano guardar silencio y soportar los abusos? ¿Es bíblico y cristiano cuestionar y pedir rendición de cuentas a la autoridad establecida? Preguntas como estas y otras semejantes surgen en la mente de muchos creyentes y, por diversas razones no pocas veces la conciencia no logra con tranquilidad abrazar una satisfactoria respuesta a las mismas. Permítame expresar algunos pensamientos al respecto.

   En primer lugar este es un tema capital, delicado y esencial, en el que nos conviene tener la más amplia y sólida claridad por causa de las implicaciones prácticas para nuestro vivir y por causa de la conciencia, con la que nos relacionamos con nuestros semejantes delante de Dios a quien servimos. Cuando la autoridad pública reconocida se pervierte (lo cual tristemente suele suceder) actuando de manera injusta y abusiva,  mostrándose además renuente a rectificar en su desvirtuado proceder, debemos entender que ha llegado la hora de enfrentarle y, desde todos los medios que la justicia, la moral y el poder individual y colectivo permiten, confrontar y exigir su rectificación o dimisión. En tal situación lo que está en juego es el soporte mismo de la vida: la justicia y la libertad, dones irrenunciables de la experiencia humana en comunidad, que terminarán asfixiados y anulados por completo si no se confronta y corrige el mal proceder del que está en autoridad. Ninguna autoridad pública está exenta de rendir cuenta de su actuación y de sujetarse en todo sentido a los parámetros coercitivos positivos y universales de la moral y la justicia, máxime cuando las mismas leyes que le concedieron dicha investidura (ser autoridad) así lo establece y demanda.  

Los cristianos y la autoridad pública civil.

   “¿Quieres, pues, no temer a la autoridad? Haz lo bueno y tendrás alabanza de ella” Escribió el apóstol Pablo a los creyentes de Roma (Romanos 13:3b). Evidentemente Pablo se expresa en términos ideales, concibiendo el ejercicio de la autoridad en el marco de la justicia y el armónico funcionamiento de la sociedad. Dentro del predio de la autoridad civil Pablo concibe y acepta que incluso el derecho de imponer la pena capital puede ser justo y necesario (Romanos 13:4) cuando es ejercido para castigar al que hace lo malo. Pero, y he aquí el dilema actual de muchos creyentes, cuando los que hacen lo bueno en lugar de alabanza reciben de aquellos que están en autoridad maltratos, vejaciones y amenazas de distinta índole, ¿Es necesario, justo y bíblico estarle sujetos? Volviendo a lo planteado por el apóstol Pablo encontramos que la autoridad es un servidor de Dios para el bien de la comunidad, servidor comisionado para alabar al que hace lo bueno y para castigar al que hace lo malo; servidor que en condiciones normales habría de infundir temor, no al que hace lo bueno, sino al que hace lo malo (Romanos 13:3a). Por lo que, cuando en la dinámica de comunidad la autoridad reconocida se corrompe a tal punto, que todos los anteriores aspectos están invertidos (se alaba al malo, se castiga al justo, los perversos están a sus anchas mientras que los decentes están siendo amenazados, etc), entonces se debe asumir sin dudas de ningún tipo que se está frente a una usurpación del mal en la autoridad pública, y el mal (la maldad, la injusticia, el pecado, la corrupción, el vicio y la degradación moral en todos los  sentidos) debe ser enfrentado y combatido en todos los campos donde se manifieste si hemos de cumplir con nuestro rol en la vida y la sociedad; rol por cierto que nos es asignado por Dios mismo, como también la autoridad civil debería servir a Dios al servir a los intereses de la justicia (Romanos 13:4).

Justicia y política

   La política es lo que estructura la sociedad en que vivimos, no podemos escapar de ello, no en este tiempo nuestro donde la sociedad está organizada, reglamentada y estructurada de acuerdo con las convenciones políticas alcanzadas por los consensos de las voces que son mayoría. Ahora bien, el asunto de la justicia trasciende por mucho el campo y concepto de la política, y todos los ciudadanos, aunque no hagamos vida política pública, estamos obligados a pronunciarnos y tomar partido en la lucha de la justicia en nuestra sociedad. Nuevamente debo citar al apóstol Pablo quien expresó que los creyentes debían atender responsablemente todos los aspectos de la vida comunitaria y social, esto es, pagando sus tributos e impuestos y mostrando respeto y honra para aquellos que están en cargos que demandan tal reconocimiento, tales asuntos son de “obligación cristiana” si se me permite usar esa expresión. Por supuesto hay muchas obligaciones que son incumplidas por entero en la vida: padres que no Asumen Sus Obligaciones, esposos que no asumen sus obligaciones, trabajadores que no asumen sus obligaciones, estudiantes que no asumen sus obligaciones, etc. Pero en esta crisis política y de justicia que vive nuestra nación, todos nosotros, como ciudadanos, como creyentes (si lo somos), como hombres y mujeres de bien, como integrantes de este tejido social nacional en el que vivimos, debemos asumir nuestra obligación, aquella que en todo momento tenemos, pero que especialmente esta hora crítica demanda, y debemos hacer frente a la injusticia desbordada que nos quiere robar la esperanza y la posibilidad real de poder vivir en una más justa, sana y equilibrada sociedad.

¿Dónde puedo y debo levantar mi voz a favor de la justicia?

   Todos tenemos un espacio de acción y de influencia, una voz que hacer escuchar, una voluntad y fuerza que sumar, no olvidemos que las pequeñas cosas generalmente hacen grandes diferencias. La singular actitud del avestruz (esconder su cabeza) es completamente inaceptable para quien quiera que habite en este país y tenga un mínimo de formación y capacidad de acción. No actuar pudiendo hacerlo es inmoral, no hablar pudiendo hacerlo también lo es. La pasividad tiene muchas caras y formas de manifestarse. El que sabe hacer el bien y no lo hace le es contado por pecado, afirma la sentencia bíblica en Santiago 4:17. Es muy cómodo dejar que otros sean los que definan, los que luchen, los que peleen, los que discutan, los que convenzan, los que forcejeen…mientras nosotros esperamos los resultados para entonces sí disfrutar de lo bueno que puedan traer los mismos. 

   Especialmente los cristianos debemos levantar nuestra voz en oración delante de nuestro Señor y Dios pidiendo que en su fidelidad intervenga y quebrante el brazo y la fuerza de los opresores. Rogar que su poder quebrante el cercado y opresión de la injusticia. Pedir que venga el reino de Dios y su justicia a nuestro contexto de nación. Pedir que los enemigos de la justicia, los enemigos de Dios sean avergonzados y humillados, especialmente aquellos que apoyándose en la hechicería y el ocultismo, prestan su apoyo al propósito del mal. Pero nuestra obligación cristiana no termina en la oración. También tenemos la obligación de pronunciarnos como voceros de la justicia en la sociedad, fijando posición en los dilemas actuales y denunciando y atacando los males morales y humanos que nos asedian y afectan y que por su perniciosa presencia operan como células malignas con potencial mortal en el país en que vivimos. Aún más, estamos obligados a involucrarnos en todos los asuntos de la vida pública y social que definen y caracterizan la estructura de la sociedad, sino, ¡¿De qué otra manera podemos ser cabalmente luz del mundo en que vivimos?! Nuestro lugar es el templo pero también la calle; nuestro ruego es el de la oración privada pero también el de la exhortación pública; nuestro accionar es el anónimo que ayuda al necesitado sin esperar reconocimientos, pero también el que pública y decididamente se compromete en organizados esfuerzos ciudadanos por la causa del bien y la justicia social. 

   La iglesia de Cristo no solo es la misionera desconocida, ajena al mundo secular y el entramado político-social, es también la Ester que debe disponerse a asumir su rol de participación en la vida pública y social levantando su voz por el bien de mucho pueblo. 
   
Antonio Vicuña.



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