Siempre he tenido un organismo que sin importar lo que le dé de comer, quema grasa y calorías tan eficazmente como si fuera una máquina nueva recién aceitada. Mi organismo no engorda nunca e incluso quema calorías estando sentado o acostado. Otras personas no pueden decir lo mismo, que no metabolizan su grasa y calorías pero ni corriendo 3 maratones al día. Los seres humanos como yo, evidentemente, no tienen ningún mérito por ser delgados: si somos esbeltos no es gracias a seguir un régimen alimenticio tal que nos lleve a la consecuencia feliz de un cuerpo sano y grácil, sino simplemente a que así somos.
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Pero, un momento, ¿por qué halagamos a una persona por ser como es si lo que es no es producto de ningún esfuerzo? Si una mujer es hermosa de nacimiento, ella goza de una belleza que no es consecuencia de ningún mérito; y lo mismo podemos decir de toda clase de cosas que somos o tenemos sin que tales bienes nos hayan costado un solo pelo de trabajo, porque están en nosotros sin ningún cultivo, como los hongos que nacen solos en todos lados sin que nadie los llame.
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Ergo, se entiende por qué en cierta época del pensamiento humano, algunos pensadores llegaron a decir que los hombres eran mejores que Dios; ya que ellos llegaban a ser lo que eran gracias a sí mismos, lacerándose las manos y pies y muchas mutuamente para lograr la civilización, el pensamiento, la ciencia y el resto de perfecciones adquiridas; mientras que Dios llegó a ser lo que es sin pena y, por tanto, sin gloria. Él, Dios, en consecuencia, no merecía halagos por ser bueno, ni sabio ni fuerte.