Platón hablaba de varios tipos de ateísmo. Uno de ellos, el peor, consistía en intentar complacer a los dioses con ofrendas y regalos solicitando a la divinidad un pequeño favorcito. Era la peor forma de ateísmo, decía Platón, porque era tratar a los dioses como si fueran perros que se contentaran con los huesos y las sobras de nuestra mesa.
¿Acaso esto nos suena familiar? Sí, claro que sí. Hoy día y desde hace mucho existen nuestras mandas y sacrificios para convencer a Dios de que nos dé tal o cual cosa. De este modo, los creyentes católicos ejercemos la peor forma de ateísmo de que hablara Platón hace tiempo.
Como lo comenté en el post relacionado con la posible imperfección de la divinidad, no soy creyente. Pero cuando lo era, pedía a Dios cosas a cambio de otras, como si a él, en caso de existir, le interesara en algo cualquier bien que yo pudiera tener.
Voltaire hizo una vez una magnífica y demoledora comparación entre Dios y el capitán de un barco:
Dios se preocupa de los seres humanos tanto como el capitán de un barco se preocupa de las ratas que hay en sus bodegas.Independientemente de que consciente o inconscientemente tratemos a Dios como a un niño para convencerlo de que nos dé sus tesoros por nuestros sacrificios sin valor, ¿alguna vez hemos pensado en que tal vez le somos indiferentes a Dios como nosotros mismos lo somos frente a otras formas de vida que tenemos frente a nuestra cara y que nos son tan prescindibles que apenas nos damos cuenta que están ahí?
Nosotros sabemos perfectamente que existen hormigas y otras formas de vida semejantes en nuestros jardines, justo en nuestra propia cara, pero nuestros días pasan, uno tras otro, y tales formas de vida no nos quitan el sueño, nunca, nos son absolutamente indiferentes. Quizá, no sé, es posible que a un ser que está más allá de nuestra propia comprensión como Dios (si existe, por supuesto) le pase lo mismo que nos pasa a nosotros con los insectos de nuestro jardín: sabemos que están ahí, pero no nos importa su vida, sus problemas ni su felicidad.