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El orate (Capítulo IV)



El orate (Capítulo IV) 

        Uno de los vigilantes sacó un llavero de su cintura y me retiró las esposas de las manos, ya cuando se inclinaba a quitarme las de los pies, se levantó y le murmuró – a mí me dio la impresión que le musitó – a los oídos algunas palabras a su colega, yo supuse que le estaba advirtiendo de mi peligrosidad. Una vez liberado de manos y pies, abrieron la puerta del tribunal y me dejaron en la entrada, rodeado ahora por policías - . Observé el panorama, la sala estaba atestada de gente, se percibía un calor insoportable dentro de ella, todos con la vista fija en mí; el “delincuente”, el “asesino” y otros apelativos que los medios se habían encargado de enquistar en la ciudadanía. Reparé que las miradas que me dirigían los espectadores eran de furia, de cólera. Deseaba, en Ese Momento, que el piso del tribunal se agrietara bajo mis pies y dejase una fosa profunda donde caer y quedar sepultado por la tierra y la madera. Me hicieron avanzar por los pasillos del tribunal hasta llegar a un asiento, el cual se ubicaba a uno de los costados donde se encontraban el juez y sus adláteres. A mi lado se encontraba Roberto González, mi abogado defensor, quien me observó con una sonrisa y me dio una palmada en la espalda. 

        Ya sentado, comencé a padecer los síntomas de siempre, obviamente producto del stress, pero – esta vez – se sumaron otros que no había sentido desde hacía ya bastante tiempo. De pronto comenzaron a pasar veloces figuras ante mis ojos, eran como las sombras de un animal que yo las imaginaba como de gatos. Y, agregado a esto, los fuertes estallidos - como producidos por un arma de fuego – en mis oídos. Como siempre, estos balazos los escuchaba dentro de mis oídos y tenía la certeza de que éstos no provenían del exterior. Me pregunté, en ese momento, por la razón de estos síntomas, no podía explicármelos racionalmente, máxime cuando hacía pocos instantes mi estado mental era de euforia, euforia que había sido producida por los medicamentos que me había inyectado el doctor en el manicomio (no me gustan los eufemismos). Llegué a pensar que un microbio, controlado, quizá mentalmente, por el psiquiatra, había entrado a mi organismo y avanzaba por mi sistema circulatorio; venas, arterias y corazón hasta llegar a mi cerebro y en un proceso de selección devoraba todos los medicamentos que me había administrado el médico, logrando con eso dejarme a la intemperie, es decir en mi estado normal; psicosis, paranoia y esquizofrenia. 

        De pronto un martillazo en la testera me hizo saltar. ¡Silencio en la corte! ¡Que se ponga de pie el acusado! Con las piernas temblando me levanté con esfuerzo. Una mujer comenzó a leer en voz alta un extenso texto que, en resumen, explicaban las razones de la situación que me tenía en esos tribunales. Posteriormente, uno de los hombres que se ubicaban a un costado del juez, inquirió mis datos personales; preguntó por mi nombre, apellido, estado civil y estudios realizados, a los cuales yo respondí correctamente. 

        Seguidamente, le pidió a un abogado que comenzara el interrogatorio. Se levantó el Fiscal, se acercó a mí, a una distancia prudente y comenzó a efectuar una semblanza de mi persona. ¡Este hombre que ustedes pueden ver sentado aquí, es un asesino, quien, cobarde y alevosamente atacó a una persona con un puñal produciéndole la muerte! ¡Pero, no se engañen, este hombre, de aspecto tímido y con rostro de persona agradable, sacó su máscara y actuó sin piedad en contra de su víctima destruyendo, no sólo la vida de una persona, sino también la de su familia y de toda la sociedad! 

        Advertía un odio que, creo que jamás había sentido en mi vida, observaba a la víbora mientras continuaba con su perorata. A esas alturas contemplaba estupefacto que de su boca no salían palabras sino veneno. Continuó, no sé por cuánto tiempo el lebrel emitiendo calificativos ponzoñosos en mi contra. Mientras tanto observaba que su rostro tomaba diferentes aspectos, los cuales provocaban en mí una gran angustia. Tenía en su labio superior una pequeña cicatriz en forma longitudinal con respecto a su cuerpo, producto quizá de alguna operación. Era tanta mi ira, que me concentré en su estigma, fijé mis ojos directamente a ella. El fiscal comenzó a interrogarme. 

- ¿Fue usted el día 24 de julio del año 2010 al Centro de salud mental? 

- Sí, contesté, pero no puedo recordar la fecha exacta. 

- ¡Conteste Sí o No! Respondió rojo de rabia. 

- No puedo afirmarlo ni negarlo, pues realmente no sé la fecha con precisión. 

- Bien, dijo entonces, le preguntaré de otra forma. 

- ¿En qué fecha, aproximadamente, fue usted al Centro de Salud? 

- Fue en el mes de julio, pero no recuerdo la fecha exacta. 

- ¿En la tarde o en la mañana? 

- No lo recuerdo, respondí. 

- ¿Qué personas había en el instante en que llegó usted a ese consultorio? 

- Creo que se encontraba la secretaria, un paramédico y un guardia de seguridad. 

- ¿No había ninguna otra persona? 

- No lo sé, señor. Pues para eso hubiese tenido que revisar todos los box y oficinas de ese centro. 

- Bien, contestó. 

        El fiscal, después de ponerse unos guantes de látex, se acercó a una mesa y, con delicadeza, tomó una bolsa plástica transparente rotulada, creo que decía “evidencia”, la abrió con sumo cuidado. Al extraerla pude ver que era un puñal, que más que puñal tenía aspecto de Katana. Interiormente pensaba “estos sí que están enfermos, jamás en mi vida había visto, ni menos portado tamaña arma y si alguna vez la hubiese tomado, con mis propias manos, lo más probable es que hubiese temblado completamente”. De pronto la levantó – en ese momento escuché exclamaciones de las personas que observaban el juicio – la levantó, la puso en forma vertical, posteriormente en forma horizontal, pude observar su elevación, planta y perfil. De pronto, cómo en un estallido de ira, me miró fijamente y me preguntó: 

- ¿Qué es esto? 

Recordé, en ese momento, al filósofo y matemático francés René Descartes (1596 – 1650), quién en su obra “El discurso del método “, planteaba la “duda”, basado en que muchas veces somos engañados por los sentidos, por lo tanto estamos expuestos a caer en el error. En consecuencia el resultado de la duda es “Pienso, luego existo” sentencia que proviene del latín “Cogito Ergo Sum”. Tal vez por la rabia que percibía en mi interior - como si toda la ira del mundo se hubiese concentrado en el fiscal - Y, por otro lado, el malestar provocado por el hecho de estar ante una multitud a lo cual no estaba acostumbrado, sin pensarlo y, quizá con el ánimo de dejar en ridículo al fiscal, respondí: 

- ¡Una cuchara! 

        Se escuchó una estrepitosa carcajada en el auditorio, la cual fue acallada inmediatamente por un fuerte golpe sobre la mesa provocado por el anciano Juez. Observé la reacción del terrible galgo, había quedado como en transe, con sus ojos salidos de sus órbitas y con el rostro totalmente enrojecido, incluso abarcando sus orejas, en las cuales más se destacaba su roja furia. Ya sin tener a qué recurrir en ese momento, quedó en silencio por un breve tiempo y expresó: 

- Vuelvo a realizar la pregunta, ¿Qué ve usted en mis manos? 

- Una cuchara, respondí nuevamente. Esta vez todo silencio. Creándose una atmósfera de expectación en el público. Mientras el fiscal me observaba con una mezcla de incredulidad e ira, manifesté. 

- Cogito Ergo Sum.

Todos s e miraban con una expresión que reflejaba no entender o, probablemente, pensaban éste está totalmente loco. 

        Seguido a mi afirmación les expresé, quizá con el ánimo de provocar a todo el tribunal, lo siguiente: La justicia es tuerta, un ojo bien abierto con los débiles, los pobres y desamparados, y el otro bien cerrado, sellado, lacrado con los ricos y poderosos. 

        Se produjo un silencio en el auditórium. Quizá eso provocó en mí una nueva reacción, un delirio, lo que en la jerga psiquiátrica se denomina psicosis. Comencé a ver y escuchar moscas, me parece que eran moscos azules. Observaba aterrado, entre fuertes dolores de cabeza y estallidos en mis oídos, cómo la sala se plagaba de esos insectos, cubrí mis oídos con mis manos con la finalidad de no escuchar el ensordecedor zumbido que me hacía enloquecer. Recuerdo que le grité a mi abogado defensor ¡las moscas!, ¡las moscas! El abogado defensor se puso de pie rápidamente, se acercó a la mesa del juez y le habló algo que yo no entendí, no estoy seguro, pero creo que fue así. Alcancé escuchar unos movimientos rápidos en la sala y, hasta ahí es lo que recuerdo. Lo más probable es que haya perdido la consciencia. 

        Desperté nuevamente en el manicomio, con una aguja insertada en la muñeca de mi mano derecha y unos aparatos entregándome oxígeno. Ya me sentía mejor, cuando pasó el doctor haciendo su visita. Ya estás recuperado, me manifestó. ¿Qué paso con mi abogado?, le inquirí. Mañana vendrá a conversar con usted nuevamente, me respondió. Al día siguiente – después de una noche tranquila – me pusieron nuevamente ante mi abogado defensor. 

- ¿Cómo se siente? 

- Bien, respondí. 

        Llegué a la convicción de que mi abogado defensor estaba coludido con el psiquiatra y el fiscal con la finalidad de que me condenaran injustamente. La razón no la sabía, pero estaba seguro de que había una connivencia entre ellos. Más aún cuando recordaba que mi abogado defensor jamás abrió la boca mientras me enjuiciaban ni siquiera para decir “protesto su señoría”, como había visto en los procesos por televisión. 

De pronto exclamé con un grito eufórico: 

¡El disulfiramo!

Continuará........
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