Terminó sus días en una residencia geriátrica en la avenida Belgrano. Alejado de los que lo amaban, de los que fingían hacerlo, y de los indiferentes. Entre estos últimos estaban varios que, en otros tiempos, decían ser sus amigos. Cada día miraba Hacia atrás, a sus días de joven, de ímpetu y trabajo forzado. Recordaba sus amores, el amor a sus padres, a su tierra, a sus árboles y pájaros. Nada de eso estaba ahí, presente, en esta actualidad de enfermeras y pastillas. Creía ver a su madre, a veces, mezclada entre sus compañeros en otras mesas del desayuno. Se levantaba de pronto, señalando a alguien. Pero no era ella, ni siquiera se parecía. Se iba apagando hacia adelante y, de vez en cuando, un flechazo hacia atrás lo hacía sonreír con ganas.

Así se iba. Entre recuerdos amorosos, sensaciones revividas con dulzura, todo en su mente. Hasta que un día sonrió de veras. Estaba en el parque, mirando hacia los álamos que le filtraban la luz y la brisa. No era esa sonrisa tenue y educada de siempre, sino la sonrisa del que ve realmente la magnificencia de la luz. Fueron unos instantes, inusitadamente largos. Miró hacia el cielo y dibujó en su rostro una alegría inefable, angelical. Fue lo último que hizo.

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