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El caudillo latinoamericano

El caudillo es más que el súmmum de las fobias liberales
No es infrecuente la idea de que el Caudillismo, la fe que tiene como coartada la figura del noble patriarca, constituye la esencia de la realidad política latinoamericana.

El Caudillo es el hombre fuerte de la política, el líder más carismático que tecnócratico, el padre benefactor preocupado por los padecimientos de su pueblo, el cual es su familia grande alojada bajo el paraguas espacioso de la ‘patria’. Es una especie de tirano (en el sentido rousseauniano) que puede o no frenar sus acciones ante los márgenes del republicanismo, y puede reconocer o no su papel dentro de la lucha de clases.

La verdad es que no son pocas las evidencias que confirman la hipótesis de que latinoamérica es un continente recorrido por ese fantasma. La historia política de países como Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Venezuela, Bolivia, etcétera, es pródiga en momentos en los que la relación entre sociedad civil y sociedad política se recompuso —circunstancialmente— gracias a personalidades sobresalientes por su carisma . El paternalismo de Getulio Vargas, el llamado “padre de los pobres”, tiene sus avatares en el Porfirio Diaz mexicano, en el Perón argentino, en el Gaitán colombiano, y con anterioridad, en el Belzú boliviano y el Bolivar celebrado por diferentes países.

El caudillismo no es una excepción, un accidente, en el desarrollo de las configuraciones políticas de las democracias capitalistas latinoamericanas. Por el contrario, es una tendencia que ha acompañado el proceso de consolidación institucional del colonialismo interno y que, en más de una ocasión, ha desempeñado un rol destacado en el mantenimiento de la dominación de los poderes oligárquicos y transnacionales, al facilitar la creación de justificaciones internas que les sirvan de sostén. El caudillismo fue desde siempre un instrumento de hegemonía que suavizó los peligrosos roces entre ricos y pobres, entre pueblo y Estado, entre proletariado/campesinado y burguesía. 

A simple vista, pareciera fácil identificar los elementos caudillistas que hacen que tales o cuales gobiernos latinoamericanos puedan ser calificados, en un sentido peyorativo (monstruoso para la ortodoxia liberal y postliberal), como caudillistas, de una forma que expresa de manera difusa las características que distinguen al caudillismo de la tiranía, el despotismo y la dictadura a secas. ¿Cuáles son los rasgos específicos que hacen de la idea de caudillismo un concepto aplicable a realidades, casuísticas, radicalmente diferentes en términos ideológicos, históricos y sociales? Pienso que esa pregunta no es tan fácil de responder, al menos no tanto como se suele hacer parecer, y que el uso que se hace del término “caudillo” suele ser discrecional.

Desde una óptica weberiana, el caudillismo es una lógica política que responde a un desiquilibrio en las justificaciones internas de las que se sirve la clase política para cimientar su dominación, y a un contraste marcado en la composición individual de la asociación de poder. La legitimidad del “eterno ayer”, del rescate de los valores antiguos en obstinación frente a las iniquidades del mundo moderno, y la legitimidad de la gracia, de la carisma personal extraordinaria, del heroísmo que inspira la imagen del líder máximo, tienen mucha más importancia que la legitimidad basada en la legalidad, sea, la orientación hacia la obediencia a las obligaciones legalmente establecidas. El caudillo, el obelisco de la política caristmática, tiene mucho más peso en la toma de decisiones que los políticos carismáticos y el funcionarado. 

El caudillismo es bonapartista. Lo es en el sentido de que satisface la necesidad de aparentar una equidistancia del Estado respecto a la lucha de clases, para lo que se vale de un personalismo que camufla sus perspectivas ideológicas, oscilando entre el nacionalismo y el militarismo. El mito de que el Estado es el cuerpo que responde sin interferencias al alma homogénea de la sociedad, la voluntad general, el soberano, el pueblo en última instancia, queda restaurado gracias a esa ambigüedad ideológica, la cual permite que el cuerpo social se rearticule, formando un bloque soldado por la dominación/consenso. La debilidad institucional, aunque se mantiene como un problema, es resuelta a favor del status quo. Soslayar las normas de manera demasiado flagrante confrontaría al caudillo con las élites (la nobleza, para Maquiavelo), y ponerle demasiados ‘peros’ al reformismo lo confrontaría con el pueblo. 

Pocas son las objeciones que se le puede hacer a la idea de que Latinoamérica es un continente hechizado por la espectralidad del caudillismo. La lógica de la política personalista es un fantasma que no respeta distinciones ideológicas, que se manifiesta sin reconocer tiempos ni espacios y que está por debajo —en un nivel más profundo— de la tensión entre Estado nacional y globalización, entre modernidad y pospolítica. Sin embargo, reducir la realidad del continente a la presencia o ausencia de ese espectro es dejar de pentrar en la arquitectura profunda de la política latinoamericana. El caudillismo —como la Revolución— es más que un culto. No es un fenómeno estrictamente superestructural. Responde a un escenario político enraizado en las estructuras económicas, en las determinaciones históricas y en las configuraciones sociales de cada país, más que a un dogmatismo enclavado en la mentalidad de las ‘masas’ latinoamericanas. Las formas en las que se manifiesta divergen unas de otras porque ellas emanan de la dialéctica del abigarramiento, de las dislocaciones materiales, de las desarticulaciones conflictivas, que caracterizan a cada país.

¿Existe un caudillismo latinoamericano del siglo XXI? Más que eso, es más adecuado hablar de una forma de hacer política que no es del todo nueva, ni necesariamente premoderna, que, más que caracterizarse simplemente por un estilo autoritario, por una reputación popular descollante, y por un pobre respeto por las reglas de juego electoral, mezcla de manera algo confusa ciertos rasgos del caudillismo con posturas neomodernas (el Socialismo del siglo XXI, Bolivarianismo) y observancia a las pautas institucionales resultantes de la historia larga latinoamericana y del breve síncope de las políticas económicas neoliberales. Las luchas latinoamericanas tienen una orientación muy diferente a la que tratan de asignarles los censores del caudillismo. La profundización de la democracia depende más de la resolución del conflicto en el que estriba la lógica caudillista que de la exorcización del espectro del caudillo latinoamericano. Por otra parte, el caudillo es más que el súmmum de las fobias liberales (autoritarismo, burocratismo, insurrecionalismo, ilegalidad), las cuales, por sí mismas, no bastan para hacer de él el quid de la tragedia del continente. El caudillo es la efigie de la mascarada capitalista de la américa hispanohablante.


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