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La perfecta gordura de Orlando

La semana pasada me tocó viajar a Estados Unidos por el trabajo. Específicamente, a Orlando, Florida. Ya había ido una vez a la ciudad de Mickey con mi familia, pero uno se fija en cosas diferentes cuando se deja de cegar con el castillo de Magic Kindom. Primera impresión: Todo parece de mentira. Desde el minuto en que uno sale del impecable aeropuerto y se sube en el puntualísimo y limpio taxi o ¨transfer¨, uno entre en la ciudad donde el mayor desafío del viaje es tratar de encontrar un ápice de suciedad, una basurita que sea.
Lamentablemente, tanta perfección es lo menos amigable del mundo para la peatona que era yo. De partida, a todos lados hay que ir en taxi, y como cada lugar queda a una considerable distancia del otro, los montos que uno termina desembolsando en transporte no es menor.
Si preguntas por un bus, o micro, te miran como si estuvieras preguntando si por ahí pasan burros de carga. Y para qué hablar de paso sobre nivel o paso de zebra para cruzar las calles atestadas de autos (recuerden que nadie camina) que pasan a alta velocidad por las carreteras perfectas.
Y por último, cuando finalmente logras llegar al lugar que querías y terminas de hacer tus compras, o de comer, o de mirar, viene la gran disyuntiva de cómo volver a tu lugar de orígen. Porque como no hay gente que camina por la calle, tampoco hay taxis que paren en la calle, sino sólo aquellos móviles que vienen cuando uno los llama. Lo anterior te obliga a caminar horas por inóspitas carreteras, sudando la gota gorda para llegar al mall más cercano (lo cual puede ser muy, pero muy relativo) y subirte finalmente a un bentido auto con el aire acondicionado a full.
Sé que no estoy descubriendo la pólvora al decir que la gente en Orlando, y en Estados Unidos en genral, está simplemente demasiado gorda. Pero una cosa es leer artículos y ver documentales y otra muy distinta es verlos en persona. Lo más impactante de todo es su comportamiento. Tengo una sola imagen que retrata su mentalidad:
4:00PM. Universal Studios (el parque de diversiones). 30 grados. 80% humedad. Yo estoy tomándome una bebida en un restaurant que emula esos McDonalds de los 60, y mirando a una señora de unos 30 años en esas motitos que le dan a los inválidos para tralsadarse por el parque. Debe pesar 140 kilos. Pero no está condenada a esa silla de ruedas del siglo XXI porque tenga algún problema sino porque no es capaz de trasladar su peso (se levantó para ir al baño). Tiene toda la polera sudada por los kilos demás que trae y no se ve feliz, pero su marido la mira con cariño. Sin embargo, ese mismo marido desaparece cinco minutos y vuelve con un regalo para su señora: una gigantesca hamburguesa acompañada de aproximadamente una tonelada y media de papafritas.
Y por último, es imposible no ser una nación obesa si la barra de chocolate más chica que se vende en los kioskos es del tamaño de un zapato. Varias veces me detuve frente a estos kioskos, totalmente anonadada por el tamaño de las barras de Snickers, Mars Bars y otras miles de millones de variedades. Osea cuando una mamá le lleva un chocolatito de regalo a su hijo, le está llevando todas las calorias que necesita para toda la semana. Pero ese es un tema aparte.



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