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La Chica del USB (primera parte)






I
Marcelo se quedó paralizado cuando descubrió un USB color rosado, adornado con la cara de una muñeca, insertado en el ordenador. Había trabajado toda la tarde en esa computadora alquilada sin haberlo notado. Ya era casi las siete de la noche, sus Ojos empezaron a enrojecerse por el brillo del monitor y el frío empezaba a colarse por sus pantalones cortos.

Retiró el USB de Inmediato y lo guardó en su mochila, insertó el suyo, grabó sus archivos electrónicos, pagó las tres horas de alquiler y salió rapidísimo de la cabina pública. Mientras caminaba pensó que lo mejor hubiera sido devolverlo al administrador del negocio, pero luego de Unos Minutos lo olvidó y siguió caminando por las callecitas de San Miguel, rumbo a su casa.

En su cuarto, encendió su lap top y mientras ponía un par de canciones ruidosas descargó los archivos que había obtenido de internet y se dispuso a avanzar con su trabajo monográfico sobre la teoría Keynesiana. Había previsto que en un par de horas podría terminar la tarea asignada pero luego de unos minutos, azuzado por la curiosidad sacó de su mochila el USB que encontró en la cabina pública y después de mirarlo detenidamente, lo insertó en su lap top con un Poco de desconfianza. Un virus maligno enquistado en dicho dispositivo podría dañar su disco duro.

El USB sólo contenía una carpeta llamada “Reina”. Deslizó su dedo sobre el “touch pad” y con un poco de recelo ‘cliqueó’ sobre el pequeño ícono. Encontró tres archivos de imagen. Sólo le bastó abrir la primera fotografía y ver los ojos de una jovencita para sentir que algo inusual le corría por el espinazo. Tenía unos Ojos Pardos expresivos, una nariz pequeña, mejillas redondas y una sonrisa que paradójicamente parecía melancólica. Su pelo estaba suelto, con un brillo límpido y ligeramente oleado sobre las puntas. Azorado por esas repentinas sensaciones buscó de inmediato la segunda fotografía. Allí aparecía la misma jovencita apoyada en un pequeño obelisco de un parque que no reconoció. Su cabello recogido dejaba ver un collarcito artesanal y vestía un ‘short’ blanco, un polo cortito y unas zapatillas de lona.

Marcelo se quedó embebido por unos minutos tratando de imaginar quién sería. ¿Viviría cerca?, ¿iría siempre allí?, ¿sólo habría hecho uso de la cabina de manera circunstancial?. Sin saber por qué, sintió una curiosidad enorme por descubrir su identidad.

De inmediato revisó el último de los archivos. Era una página escaneada de una carta incompleta. Lo que leería terminaría por hacerle sentir chispazos de electricidad en el estómago. Era una carta escrita en un papel de color celeste clarito, adornada con dibujitos a los lados. Decía lo siguiente:

Hola:
Sé que estás en algún lugar cercano, siempre te veo caminar con tu mochila a la espalda. Alguna vez he querido acercarme y conversarte de frente sin miedo, decirte mi nombre y preguntarte cómo te llamas. Pero siempre te veo apurado, caminando rápido. Quisiera tener la valentía de acercarme a ti y decir que simplemente quiero ser tu amiga. Puede mal interpretarse pero créeme que es así. No sé por qué siento que debemos ser amigos. Tal vez en alguna vida pasada lo hemos sido. Y aunque sé que tú ni siquiera has notado mi presencia, espero que el día que me conozcas sientas lo mismo que yo.
La última vez que te vi caminabas apurado con una guitarra en el hombro y acompañado de uno de tus amigos. Me pregunto si tocas en alguna banda. Eso me alegró mucho porque un músico, un artista, es muy sensible. No lo sé. Sólo me imagino cosas de tu vida. Me pregunto ¿estudias en la universidad?. Siempre te veo con libros y cuadernos y aunque te confieso que alguna vez te he visto caminando descuidado con tu pelo un poco crecido hasta los hombros me has parecido simpático. Y es que los cursos de la universidad a veces te quitan mucho tiempo para pensar en otras cosas.
Bueno, quisiera contarte también un poco de mí, mi nombre es…
La expresión de su rostro poco a poco se había desdibujado hasta casi formar una mueca de asombro. Estaba perplejo al verse reflejado en la descripción del sujeto. ¿Sería una coincidencia?, ¿Hablaría de él?, ¿Reina sería su nombre?, ¿Ella habría escrito la carta?. Inútilmente buscó la imagen de la segunda página de aquella carta. Desconcertado no concilió el sueño hasta pasada las dos de la mañana.

Al día siguiente fue a la misma cabina pública, ocupó una de las computadoras y apenas si revisó un par de páginas. En medio de sonido de explosiones y gritos de adolescentes que disputaban un juego en red, se pasó las dos horas frente al monitor simulando navegar en internet, vigilando desde su cubículo todas las personas que llegaban, entraban, pasaban o preguntaban, esperando encontrar esos ojos pardos adornados por el marco de sus cabellos brillosos.

II
Despatarrado en el sillón de su casa y cuando ya casi el USB empezaba a ser sólo una anécdota graciosa, Marcelo veía las noticias en la televisión mientras engullía maíz tostado de un recipiente. Despreocupado veía en la pantalla una protesta de vecinos reclamando mayor seguridad en su vecindario; sin embargo lo que vería después traería nuevamente a sus pensamientos la chica del USB. Detrás del tumulto de señoras obesas y tapado con algunos carteles se veía el pequeño obelisco que aparecía en la segunda fotografía del dispositivo. De inmediato cogió un lapicero y escribió atrás del primer papel que encontró a la mano: “Parque Wiracocha, El Agustino”.

Cogiendo su casaca y un par de monedas que titilaban en su bolsillo salió de inmediato de su casa. Se enrumbó en los colectivos de la “Ruta E” hasta llegar a El Agustino. Bajó donde los demás se bajaron y caminó sin rumbo por la avenida Riva Agüero. Perdido y recriminándose por no haber buscado un mapa antes de salir, llegó hasta la Municipalidad. Preguntó a un ‘sereno’ por el Parque Wiracocha. Este después de revisar una guía de calles le indicó la ruta.

Caminó hasta encontrar el parquecito Wiracocha. Estaba rodeado de jardines verdosos con estacas alambradas que circundaban las áreas verdes. En el centro estaba el pequeño Obelisco, algo descuidado y con olor a orina de perro. Llegó hasta allí y no supo que hacer. Decidió sentarse en una de las bancas y esperar que aparezca en algún momento aquella niña de ojos pardos claritos.
Muerto de frío en esa banca y llegada la noche sin ningún resultado partió a casa otra vez en la línea “E”. Sentado en una de las butacas finales del microbús se reprochó haber salido apurado sin pensar bien las cosas, sin ningún plan trazado. Nuevamente la chica del USB se fue perdiendo en su memoria.

(CONTINUARÁ)




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