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El Padrino


Cuando cumplí ocho años, mi mamá concluyó que había llegado el momento de hacer mi Primera comunión. Me inscribió junto a mis dos hermanos mayores en la catequesis de la ciudad de Pisco “de una vez los tres juntos” le sugirió a mi padre. Malhumorados y renegando asistimos religiosamente todos los domingos tempranísimo a las aulas de un colegio cercano a recibir las enseñanzas de la biblia, y así prepararnos para nuestro segundo sacramento.

Sin embargo los planes de mi familia, de vernos a los tres consagrados a la voluntad de la iglesia católica, se vieron truncados cuando se enteraron que habían negado mi sacramento por tener sólo ocho años. Mi madre se enojó muchísimo y decidió mover cielo y tierra. Se quejó en la catequesis con el cura y con el párroco de la iglesia, aduciendo que yo era un niño correcto, maduro y que me sabía “el padre nuestro”, “el ave maría”, “el yo confieso” y “el credo” mejor que los estudiantes de doce años.

De tantas gestiones me aceptaron a última hora, por lo que también, a última hora me buscaron un Padrino improvisado. A mi papá no se le ocurrió mejor idea que designar a su amigo de juventud Alfonso Morales, más conocido en las cantinas de Pisco como “Poncho”. Trabajador del Banco del estado, atendía en ventanilla, según mi papá desde que terminó su secundaria comercial en un prestigioso colegio de Ica. A pesar de vestir a menudo de corbata y pantalón de gabardina, lucía siempre desaliñado, la camisa fuera del pantalón, la corbata grasosa como su cara, el bigote disparejo, el pelo casposo y una correa que le excedía la circunferencia de su barriga y que el exceso dejaba colgar haciéndole parecer que andaba con el miembro afuera.

Por el contrario, los padrinos de mis hermanos habían sido escogidos con la debida anticipación, cuidando que sean personas de honorable reputación y de indudable moral en la sociedad pisqueña. “Es el único que nos aceptó ser tu padrino a última hora” me dijo mi padre cuando le pregunté quién era mi padrino.

Su fama de jaranero y asiduo concurrente a las cantinas de Pisco le había generado más de un problema con su familia “Te chupas toda la plata” le gritaba a menudo su esposa. Yo lo recuerdo siempre sentado con una botella de cerveza en el bar "El Espejo de mi Vida", rodeado de aserrín, el olor a cigarrillo y balbuceando alguna canción de Iván Cruz, que salía estridente de un parlante destartalado.

Para el día de mi primera comunión se apareció tarde y con un aliento a pisco barato. Me entregó mis estampitas cuando ya la recepción en los salones de la iglesia había terminado. Por años me quedé con doscientas estampitas guardadas en mi velador, que nunca pude intercambiar con los otros niños de la primera comunión. Por si fuera poco, el día del sacramento, mis otros hermanos recibieron aparte un regalo. Yo no recibí nada. Por eso en medio de su embriaguez y al darse cuenta que yo no tenía un regalo me dijo con una lengua enmarañada “Ahijado, vente un día al banco, búscame que te voy a abrir tu cuenta de ahorros, ese es tu regalo... por tu primera comunión”.

Mil veces pasé caminando por el frontis del Banco de la Nación, pero a decir verdad, nunca tuve el valor de acercarme, entrar hasta la ventanilla y pedirle que me abra la libreta de ahorros que me había prometido. "Anda zonzo si te ha dicho que te va a regalar, sólo acércate y dile Padrino vengo por lo que me prometió" me dijo varias veces mi madre cuando caminábamos por los alrededores del banco. Pero yo nunca me atreví, siempre fui "chupado" como me decían mis hermanos. Por eso cada vez que tenía que pasar por allí prefería cruzarme y desde el frente y de soslayo, sólo verlo atendiendo tras una ventanilla.

Después de mi primera comunión lo vi muy pocas veces. Sólo en los cumpleaños de mi papá se aparecía, como siempre borracho y preguntaba “¿quién es mi ahijado?”. Mi papá me llamaba, me apretaba la cabeza, me sacudía el cabello "Ese mi ahijado carajo" me decía. De allí no se volvía
acordar de mí hasta el siguiente año.

La última vez que conversé con mi papá me contó que mi padrino había fallecido. Después de que saliera del Banco de la Nación en un programa de reducción de personal, se volvió más asiduo concurrente de las cantinas pisqueñas. En sus últimos años perdió la cordura y se escapaba desnudo, o en el mejor de los casos en calzoncillos hasta la puerta del banco a reclamar el pago de su indemnización. Más de una vez sus hijos tuvieron que salir a buscarlo a la calle con una frazada entre sus manos para devolverlo a casa envuelto.

La última vez su hija menor lo encontró defecando en la puerta de “El Espejo de mi vida” porque le habían negado la entrada.

Cuando falleció, en el velorio, su viuda se acercó a mi padre y sabiendo que fueron grandes amigos, le entregó un paquete que mi padrino había dejado para él. Dentro había una esclava de plata, un banderín del Club "Víctor Bielich" donde jugaron la segunda división, una foto tomada en el muelle de Pisco de los años sesenta cuando trabajaron juntos y una libreta de ahorros del Banco de la Nación a mi nombre.



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