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Un agujero al interior de lo simbólico: la idea de inconsciente estructural-procesual y su relación con la dramaturgia social y la ética del testimonio

Este artículo hace parte de la conformación del marco teórico de un trabajo de investigación sobre el fenómeno de las energías psíquicas y pulsionales en la dramaturgia de los grupos humanos excluidos u oprimidos. De acuerdo con Jeffrey Alexander, el performance social consiste en la acción de desplegar hacia otros un sentido consciente o Inconsciente de una determinada situación social. Dicho despliegue es la forma como muchos grupos se dan voz a sí mismos, en actos que pueden llegar a liberar gran cantidad de material inconsciente, generalmente en forma de emociones, y que, de acuerdo con la idea de ética del testimonio, puede brindar un punto de vista que revele las estructuras más opresivas de dominación.

Palabras clave: inconsciente estructural-procesual, registro de lo simbólico, ética del testimonio, trauma, performance social.

Introducción:

De acuerdo con autores como Higinio Marín (2007), el ser humano es una forma de existencia biológica que al toparse a lo largo y ancho de su devenir histórico con la estructura de lo comunicativo y lo social, ha entrado plenamente en el universo de lo simbólico. De hecho, el ser humano es hoy por hoy, y desde hace mucho, definido desde el ámbito de las significaciones y sus códigos, aun sin importar que estas significaciones sean históricas, contextuales y situadas. Tal importancia tiene el registro de lo simbólico dentro del orden de lo social, que pensadores como Ernesto Laclau (1993) afirman que aun para que algo carezca radicalmente de significado, se exige de cualquier modo y como condición misma de su posibilidad, la presencia contrastante de un significado pleno y antecedente, así, la falta de significado surge del mismo significado. Ahora bien, si consideramos de este modo la innegable importancia que posee el orden de lo simbólico dentro de lo social y las interacciones humanas, nos encontraremos, asimismo, con la relevancia de observar fenómenos de la vida y el inconsciente humano desde dicho ámbito. A lo largo de este texto nos aproximaremos, más en concreto y por tanto, al tema del testimonio, el trauma y la memoria colectiva desde un punto de vista que haga hincapié en la teoría psicoanalítica, ya que se considerará que gran parte de los fenómenos de lo simbólico ocurren de manera intrapsíquica o por lo menos al interior de las estructuras del inconsciente.

Para dicho fin, es necesario partir, en primer lugar, de la idea del psicoanalista francés Eric Laurent (2002) de que el trauma, tal cual como el que puede llevar dentro de sí la víctima de un hecho violento, es principalmente un agujero en el interior de lo simbólico, un agujero a través del cual un individuo no puede responder a lo real sino construyendo un síntoma, que bien puede ser, por ejemplo, una frase o una historia o una narrativa que dé cuenta de una determinada vivencia o situación límite. Sin embargo, y más que la idea de trauma en sí misma, también consideraremos la idea de que estos síntomas pueden llegar a construir o ser gestores de testimonios, narrativas e incluso de dramaturgias, en términos de Jeffrey Alexander (2005), por las cuales se puedan revelar las estructuras de poder y dominación más opresivas. Interesa, por ende, la relación de lo simbólico interno y externo (Laurent, 2002), o inconsciente y consciente, con el testimonio como acto revelador de estructuras simbólicas y de clasificación opresivas. Porque el testimonio, como se verá más adelante, es un acto en sí mismo que moldea la realidad, y este posee tanto material inconsciente como consciente. Por otra parte, de acuerdo con autores como Elizabeth Jelin (2002), a través del testimonio podemos obtener el significado ético de los acontecimientos cuando son las víctimas quienes hablan, ya que ellas poseen el punto de vista preciso que revela la opresión.

El inconsciente tiene entonces, desde este punto de vista, un papel fundamental en la forma como se construye una actuación social, como se construye la memoria y como se construye incluso el pasado. De hecho, los síntomas son en sí mismos manifestaciones de elementos simbólicos violentados, ya que estos se desenvuelven no solo en los aspectos físicos del individuo sino en los psicológicos. De esta forma, el objetivo del presente texto será el de relacionar teóricamente la idea de testimonio de los sujetos sin voz con una concepción del inconsciente estructural-procesual de la cual también se profundizará a lo largo del mismo.

La teoría psicoanalítica, el suceso traumático y la ética del testimonio

De acuerdo con Jean Laplanche y Jean-Bertrand Pontalis (1967), el psicoanálisis, desde sus inicios, fue entendido por Sigmund Freud con tres acepciones distintas aunque profundamente interrelacionas entre sí. Pues bien, dichas acepciones son las siguientes: como un método de investigación consistente en evidenciar la significación inconsciente de las palabras, como un método psicoterapéutico y como un conjunto de teorías psicológicas resultantes de la sistematización de la investigación y el tratamiento clínico de orientación psicoanalítica. Detrás de ello, cabe decir, se encuentra la comprensión clave e innovadora que Freud hace del concepto de inconsciente, ya que con dicho autor austriaco, dicho concepto ya no es solamente y de forma estricta lo opuesto a lo consciente. Con Freud, por tanto, el inconsciente, histórica y teóricamente, pasa a ser considerado un sistema psíquico dinámico (Lysek, 1997). Con Jaques Lacan obtenemos, además, una comprensión estructural del mismo, la cual, basada en la lingüística estructuralista, entiende que el inconsciente humano posee la misma estructura del lenguaje. Es decir, una estructura basada en representaciones que surgen desde el mismo momento en que una persona es un niño y comienza a adaptarse al mundo mediante la captura de una imagen externa que pueda brindarle una imagen de completud en el registro de lo imaginario. Una fase del individuo, esta última, que es conocida por Lacan como El estadio del espejo. Una fase que, dicho sea de paso, permite la incorporación de la persona en el mundo de lo simbólico, es decir, en el mundo de los significados y significantes que hace que las personas escondan, sientan o padezcan las palabras (Lacan, 1966). Recordemos, como habíamos dicho líneas atrás, que los individuos responden en ciertas ocasiones a lo real construyendo síntomas. De esta forma, de acuerdo con Lacan, lo humano no puede ser definido más que como aquello que de lo real padece el significante (Lacan, 1959).

La cuestión que surge, por tanto, es cómo se relaciona el universo de lo simbólico, tanto inconsciente como consciente, con la idea de testimonio y memoria, y más aún con la idea de ética del testimonio. Pues bien, como ya se había mencionado en la introducción, los síntomas de un trauma son en sí mismos manifestaciones de elementos simbólicos violentados, ya que estos se desenvuelven no solo en los aspectos físicos del individuo sino en los psicológicos. Es decir, no sólo entra en juego la importancia de lo biológico cuando hablamos del ser humano, y más aún cuando hablamos de trauma. De esta forma, un autor como Glen Gabbard (2002) nos dice al respecto lo siguiente:

Intrínseca a este modelo de relación mente-cerebro es la noción de que debemos diferenciar entre causalidad y significado. La psiquiatría que pierde el dominio del significado es irreflexiva. La presencia de síntomas generados biológicamente de ninguna manera disminuye la importancia del significado. Los conflictos psicodinámicos preexistentes pueden añadirse a los síntomas determinados biológicamente, con la resultante de que los síntomas funcionan entonces como un vehículo para la expresión de los conflictos (Gabbard, 2002: 21).

Lo biológico bien podríamos subsumirlo en este orden de ideas dentro del registro lacaniano de lo real[1], que es aquello que está fuera de la significación, aquello que escapa a lo simbólico (Lacan, 1958). Sin embargo, tanto lo real, como los otros dos registros lacanianos que son, a saber, lo imaginario y lo simbólico, son interdependientes, se entrecruzan e interactúan de forma constante. De ahí que Lacan utilizara a manera de metáfora la figura del nudo borromeo para indicar la estructura que forman dichos tres registros. De forma que lo simbólico, y más precisamente el lenguaje, afecta otros aspectos de la realidad. Es así como un testimonio puede llegar a ser entendido no sólo como discursividad, sino como un acto, un acto incluso político tal y como veremos en el apartado siguiente. Esto en cuanto el testimonio, en su razón de develar el pasado y construir memoria, genera realidad, ya que el testimonio es algo simbólico que se entrecruza con los registros de lo imaginario y lo real. De modo que una primera relación entre el testimonio y la teoría psicoanalítica lo encontramos en el potencial de este para afectar y generar sentidos fácticos, lo cual profundizaremos más adelante, más exactamente en el último apartado. Por ahora se hará hincapié en una relación que no es propiamente la relación fáctica, hablamos más concretamente de la relación del testimonio con el trauma inconsciente.

Recordemos, por ende, junto con Freud (2002) que los síntomas de un trauma tienen un sentido propio y una íntima relación con la vida de las personas en las cuales surgen. Al respecto, podemos traer a colación la siguiente cita:

Sabemos que el sentido de un síntoma reside en una relación del mismo con la vida íntima del enfermo. Cuanto más individualizado se halla un síntoma, más fácil resulta establecer dicha relación. La labor que nos incumbe, cuando nos hallamos ante una idea desprovista de sentido o de un acto sin objeto, será, por tanto, la de descubrir la situación pretérita en la que tales ideas o actos poseyeron sentido y objeto respectivamente (Freud, 2002: 231 – 232).

Dicho así, tenemos que más que la sintomatología de un trauma en sí misma, lo que nos interesa de momento, para los fines de este texto, es el hecho de que ella conduce y es en cierta forma la huella de una situación pretérita en la cual hubo y no deja de haber un sentido específico. De forma tal que quien posee el trauma, tal y como por ejemplo en su momento las víctimas de Auschwitz, posee a su vez, ya sea de forma consciente o inconsciente, las huellas del sentido simbólico que permiten desvelar una determinada situación de opresión. No importa tanto que la víctima quiera incorporar a su testimonio una acción política determinada, ya que lo importante es que a través del testimonio de una víctima sometida a una situación límite, podemos acceder de cualquier forma al referente más cercano que podamos encontrar en nuestras actuales sociedades simbólicas de lo real como idea de lo real mismo en Slavoj Žižek (2000), es decir como algo horrible o trágico en el sentido del terror (como el que fue vivido por las víctimas de Auschwitz), o por lo menos de la verdad tal y como la entiende, de igual forma, el mismo Žižek (2005). Dicha idea de verdad, cabe anotar, no es una idea esencialista u ontológica de la misma, sino la idea de que verdad, más es una realidad última y trascendental, son las estructuras efectivas y existentes de opresión y dominación que gobiernan. De hecho, no interesa tanto de igual forma que hayan algunas omisiones a causa del mismo trauma dentro del testimonio, lo importante es el testimonio en sí mismo como acto de resistencia, de lucha y como acto revelador de sentido y realidad. De esta forma, tenemos junto a Freud que:

…al hablar de “sentido” de un síntoma nos referimos, tanto a su procedencia como a su fin u objeto; esto es, tanto a las impresiones y sucesos a que debe su origen como a la intención cuyo servicio se ha colocado. El origen de un síntoma se reduce de este modo a impresiones procedentes del exterior que han sido necesariamente conscientes, en un momento dado, pero que han devenido luego inconscientes a consecuencia de olvido en que debieron de caer (…). Carece, por tanto, de importancia el que la amnesia pueda recaer también sobre los orígenes del síntoma, esto es, sobre los sucesos en los que el mismo se basa, pues los factores que determinan la dependencia del síntoma con relación a lo inconsciente son exclusivamente su fin y su tendencia, factores que desde un principio han podido ser inconscientes  (Freud, 2002: 244).

Hasta aquí tenemos la primera idea general de que el hecho mismo de poseer el trauma y haber vivido un suceso límite faculta a la víctima para hablar y dar un testimonio. De hecho, es relevante al respecto la incorporación del concepto de crimen clínico desde hace algunas décadas, ya que el trauma no es solo un acontecimiento, es decir, un maltrato deliberado en un momento determinado que se agota y llega a su máximo de cumpletud en su mismo trascurrir, es, a decir verdad, un proceso que acarrea consecuencias subjetivas de gran duración y que pueden perdurar por ello durante años en víctimas de violación o vejámenes o maltratos diversos (Laurent, 2002). Por ello, la idea de testimonio no sólo es determinante para revelar estructuras de poder sino para reparar, en parte, a las víctimas, ya que partiendo de la idea ya esbozada de que el trauma es un agujero al interior de lo simbólico (ya que la víctima ve violentado su universo de significaciones con el maltrato), el testimonio, como acción, y al igual que sucede en cierta forma con el trauma, permite dar sentido a lo que no lo tiene. Es decir, existe la posibilidad de que por medio del testimonio el sujeto (no solo la víctima sino incluso el perpetrador) pueda reconciliarse con el desorden del mundo (Laurent, 2002) (Hikal, 2005).

Teniendo esbozada dicha primera idea que relaciona trauma y testimonio, la segunda idea general que será presentada en este artículo, es la de que el testimonio es una forma de acción política tanto consciente como endopsíquica, puesto que gran parte de la resistencia y las luchas reivindicativas provienen de las mismas fuerzas que se concentran dentro del inconsciente humano y de las fuerzas desestructurantes del deseo. Para ello, cabe decir, tendremos que situarnos desde una comprensión estructural-procesual del inconsciente humano la cual será abordada en el apartado siguiente. La tercera y última idea general que se presentará en este repaso entre la relación del inconsciente con la noción de dramaturgia social, entendida esta como una puesta en escena cargada emociones y significación (Alexander, 2005), y la noción de testimonio, es la idea de que toda resistencia que provenga de las fuerzas del inconsciente nos vuelve más humanos. Ello, a raíz de que las energías psíquicas nos alejan un poco de lo simbólico y nos acercan más a lo real-instintivo, energías que, cabe decir, pueden tener lugar incluso en manifestaciones sociales (como la de los indignados en España en 2011), aun cuando sea solo un poco, a través de una dramaturgia basada principalmente en emociones y el despliegue de un guion determinado.

El inconsciente estructural-procesual y el testimonio de la víctima como acto desestructurante

Pasemos, antes que nada, en el presente apartado, a hacer una breve revisión de las críticas que Guilles Deleuze y Félix Guattari desde el texto de El Anti Edipo (1972), primer volumen de la obra Capitalismo y esquizofrenia cuyo segundo y último volumen es la obra Mil Mesetas (1980), hacen del psicoanálisis freudolacaniano como limitante teórico de las fuerzas desestructurantes del deseo y el inconsciente. Pues bien, para estos dos autores mucho más inmersos en la reflexión filosófica pero conocedores de las categorías y las conceptualizaciones psicoanalíticas, el psicoanálisis desempeña una función social opresiva que le resta fuerza al deseo y lo circunscribe a la escena familiar como lo es por ejemplo la idea de la castración, apartando con ello la fuerza de las pulsiones del panorama político y social. Para dichos autores, de hecho, de la misma forma en la que Marx decía, por ejemplo, que Smith y Ricardo descubrieron que el trabajo era el núcleo de la riqueza, pero que aun así cometieron el craso error de enajenarlo en la propiedad, Freud tuvo el gran logro de descubrir la potencia trasgresora y desestructurante del deseo pero terminó aplastándolo y reprimiéndolo con la escena familiar del complejo de Edipo (Deleuze y Guattari, 1972). Para dichos autores, por tanto, el psicoanálisis tiene tapones para las líneas de fuga del inconsciente. El psicoanálisis freudiano, así visto, convierte al inconsciente en un lloriqueo, en una esencia psíquica llena de frustraciones en forma de imágenes y significaciones reprimidas que hay que desvelar mediante regresión e interpretación. Y ello es así, porque para Deleuze y Guattari, el sistema (en este caso el capitalismo), tiene interés en que asociemos el deseo a la familia (Deleuze y Guattari, 1972).

Así visto, en consecuencia, El Anti Edipo no es sino una dura crítica, según sus autores, a todo el esquema conceptual y a toda la visión que es propia del psicoanálisis. Sin embargo, las críticas no terminan allí. Recordemos que en el apartado anterior se llegó a decir que de acuerdo con Lacan, el inconsciente tiene la misma estructura del lenguaje, por medio de la cual el registro de lo simbólico se entrecruza con el registro de lo imaginario y lo real. Se habla así, por tanto, de una comprensión estructural del inconsciente, ya que el inconsciente representa, y siendo así, el habla en sí misma llega a ser un acto y el lenguaje una estructura. Sin embargo, Guilles Deleuze y Félix Guattari afirman que el inconsciente no representa nada. Nunca representa. Sólo produce (Deleuze y Guattari, 1972). De ahí que suelan utilizar la metáfora de que para el psicoanálisis el inconsciente es un teatro y para ellos, en cambio, una fábrica. Para estos autores, por tanto, el inconsciente no es estructural sino procesual.

En este marco de ideas, al alejarse de lo edípico y al creer innecesaria la interpretación de los fenómenos inconscientes, como por ejemplo de los actos fallidos o los chistes, los autores de El Anti Edipo se alejan del psicoanálisis postulando su propio campo de interpretación del inconsciente llamado esquizoanálisis. Un campo bastante ecléctico que según sus propios autores es un collage de varias posturas y disciplinas, entre ellas la historia y la ciencia política, y que afirma, como se ha dicho en líneas anteriores, que no hay nada que interpretar en cuanto a lo que al inconsciente se refiere. Sin embargo, la visión que se recoge en el presente artículo, es que así como se le pueden hacer varias críticas al psicoanálisis desde el esquizoanálisis, bien se puede hacer de la misma forma el trabajo inverso. En efecto, bien podrían ser varias las críticas que se le pueden hacer al esquizoanálisis al dejar de considerar al inconsciente con la misma estructura del lenguaje y al alejarlo de los tres registros lacanianos (lo simbólico, lo real y lo imaginario)[2].

De esa forma, se puede considerar imprescindible contar con la comprensión estructural del inconsciente brindada por Lacan y que se recoge en sus diversos seminarios. De lo contrario, si prescindiéramos de la tradición freudolacaniana, no podríamos entender por ejemplo el fenómeno de las palabras que son en sí mismas un síntoma o que el solo hecho de evocarlas genera el síntoma en el analizante (un asunto sin duda importante cuando del testimonio y de la conformación de la memoria colectiva hablamos). Se perderían importantes distinciones lacanianas como la de identificación con el ideal o la diferencia crucial entre anhelo y deseo. No obstante, el esquizoanálisis tiene algunas ventajas en cuanto a lo que a comprensión social del inconsciente se refiere, y en cuanto a cómo puede llegar a convertirse este en resistencia como en el caso del testimonio de una víctima de una situación límite. De modo que para entender el papel de lo simbólico lacaniano, dentro del orden social, y el orden social es inminentemente simbólico, y para entender el papel del inconsciente y de la memoria como acción política se hace necesaria una comprensión estructural-procesual del inconsciente. Es decir, una comprensión del inconsciente como teatro y como fábrica al mismo tiempo.

De modo que la idea que aquí presento estriba en unir en una sola visión la propuesta del inconsciente estructurado como lenguaje, y el inconsciente que es producción con el objetivo de ligar lo subjetivo y las energías y las potencialidades más internas del individuo con lo social e incluso con lo político. En ello, el concepto de catexis social, propuesto por la visión deleuzoguattariana será fundamental. Recordemos que desde Freud la catexis hace referencia a cierta energía psíquica que se halla unida o incorporada a un grupo de representaciones objetales, como una parte del cuerpo como bien lo pueden ser las zonas erógenas, o una determinada estructura mental (Rycroft, 1995) (Laplanche, 1967). La idea por tanto, será ampliar la mirada psicoanalítica de las energías internas del individuo, desligándolas de lo meramente familiar, y de las ideas de castración o prohibición paterna y, por tanto, del Complejo  de Edipo y el complejo e Electra, o de la envidia de la hermana por el falo, o del deseo de la madre por su hijo y viceversa, para trasladar dichas energías representacionales al plano de lo social.

Ahora bien, la catexis social, es necesario decir, se centra en el hecho de que la subjetividad es plural y polifónica, y que se ubica más allá de la clásica oposición entre el sujeto individual y la sociedad (Guattari, 1992) (Tudela, 2001). Además de ello, con la catexis social se realiza, a mí parecer, más que todo una reinterpretación del Edipo, en el que la figura materna representa no el deseo que será prohibido, sino los lazos filiales; la figura de la hermana pasa a representar, por ejemplo, no la envidia por el falo sino los lazos comunitarios. De esta forma, mi propuesta de unir ambas visiones puede resultar plausible manteniendo las dos tópicas freudianas y las pulsiones y el inconsciente estructurado como lenguaje en los tres registros de la realidad humana, con un inconsciente procesual desligado del complejo de Edipo.

La idea  del deseo de Guilles Deleuze, es clave, ya que aquel es un deseo netamente nietzscheano, una fuerza creadora y no supeditada a patrones que desea autoafirmarse, que desea autoafirmar la vida. Es así como el deseo para Deleuze es un afirmar constante e infinito de la vida que va más allá de los códigos y patrones culturales que la hacen sumisa, es, en otras palabras, una línea de fuga (Larrauri, 2014), una huida por la cual se abandona lo que se debía ser en pos de ir al encuentro de otras formas de creación, otras formas de pensamiento, otras formas de resistencia. Tanta fuerza trasgresora le otorga Deleuze al deseo que este está imposibilitado para representar nada, sin embargo, como veíamos en la introducción del presente texto, de acuerdo con Ernesto Laclau, es imposible pensar la ausencia de significado sin un significado previo. De modo tal que nos mantendremos en la línea de que el deseo aun con su fuerza desestructurante (aunque cohibida por las representaciones de los códigos morales conservadores y por las dinámicas consumistas del capitalismo) se mueve y no deja de moverse en medio de representaciones. El inconsciente posee la misma estructura del lenguaje, en efecto, pero esta estructura no se limita al ámbito familiar, sino que permea toda actividad social y política.

Pero volvamos a Laclau (1993), para tomar la idea de que dentro de todo orden simbólico el poder es una apariencia y la idea de que la principal característica de la acción política es la de su radical representatividad, es decir, el ansia de concebir o inventar una totalidad determinada. El ansia de sumir a cuanta persona se pueda y cumpla ciertas características dentro de un grupo social específico a la vez que se excluye a otras personas que bien pueden luego llegar a ser víctimas del primero de los grupos mencionados. Es así como en un orden simbólico un grupo se alza con el poder con la hegemonía social sobre otro que puede llegar a apreciar dicha hegemonía en un momento dado ya sea como racional o irracional; aunque, de cualquier forma, la esencia misma del proceso de representación exige que el representante contribuya a la identidad de lo representado (Laclau, 1993). La primera idea que se presenta por tanto, en torno a lo que se ha venido discutiendo, es que en el inconsciente perduran las representaciones del maltrato de victimas silenciosas u opacadas. Victimas que han devenido en tal ya sea por parte de un grupo social dado o de grandes sistemas de jerarquías simbólicas excluyentes como lo es por ejemplo el capitalismo. Y dichas representaciones que quedan en el inconsciente se pueden representar ya sea por medio del arte, o a través del testimonio de una víctima que quiera hablar sobre un hecho pasado con el fin de construir memoria.

En este orden de ideas, debemos tener en cuenta que estamos constantemente inmersos y dominados por otros grupos dentro del imperio aparentemente ubicuo de las significaciones, sin embargo, el testimonio es una forma de acción política tanto consciente como endopsíquica dentro del universo mismo de lo simbólico, ya que gran parte de la resistencia y las luchas reivindicativas provienen de las mismas fuerzas que se concentran dentro del inconsciente humano y de las fuerzas desestructurantes del deseo. Ello, a raíz de considerar los flujos de deseo y en general a los flujos psíquicos y pulsionales de lo inconsciente como un poder capaz de trastocar las estructuras simbólicas de poder y jerarquía tal y como sostienen Deleuze y Guattari. Dentro de las pulsiones y las energías inconscientes de una víctima, hay, de este modo, fuerzas que desean encontrar sentido, que desean rescatar u aportar algo dentro del ancho mundo de las significaciones. Escucharlas, por tanto, es esencial, más aún si queremos hablar de una ética del testimonio, que es una forma de brindarle un significado ético a los acontecimientos. Una forma de considerar que son las víctimas de la violencia quienes tienen el punto de vista de la realidad desde la cual es posible revelar ciertas circunstancias que las estructuras políticas y sociales desean ocultar (Agamben, 2000). (Calveiro, 2006).

La dramaturgia social y la ética del testimonio desde la lente de lo simbólico

El sociólogo estadounidense Jeffrey Alexander (2005) afirma que detrás de cada actuación social subyace el entramado de representaciones colectivas que componen la cultura, así como el universo de códigos y narrativas básicos que conforman el recetario de las configuraciones retóricas con las cuales se diseñan todas las actuaciones. Desde aquel amplio universo de significaciones, cabe decir, los actuantes o los agentes sociales hacen las elecciones de los guiones que desean proyectar en mayor o menor medida, o por completo o en parte, ante otros actores sociales (Alexander, 2005). Estos guiones no están perfectamente escritos de antemano, pero son inferidos por los actores, es decir, implícitamente tomados desde aquel amplio universo de significaciones que bien podríamos equiparar al registro lacaniano de lo simbólico e incluso de lo imaginario, siendo este último registro el que permite por ejemplo la identificación de un niño ante sus padres, a quienes tratará de imitar. Y es que la actuación del guion es en gran parte un proceso de identificaciones, los guiones se actúan ante una audiencia, pero la interpretación que hace esta, de acuerdo con Alexander (2005) (2014), no responde a la calidad de los elementos de la actuación. Los guiones, la dirección, la actuación o los medios de producción simbólica pueden ser de alta o de baja calidad, ya que las audiencias de los dramas sociales juzgan la interpretación de forma comparativa.

De igual forma, nos dice Alexander (2005), en las sociedades complejas, son las estructuras de poder y cultura las que proveen la esencia y el trasfondo para la actuación cultural y, en general, la dramaturgia desde la cual el público entiende las actuaciones sociales, de forma que una guerra mala y cruel puede ser vista como buena. Dicha consideración puede ser así en gran parte a causa del predominio hoy tan imperante de lo simbólico. El mismo Freud se refería constantemente al poder de lo simbólico al definir, por ejemplo, los sueños como un conjunto de símbolos dotados de significación dentro de las energías psíquicas del inconsciente y con la característica de que dichos símbolo tienen un valor aleatorio dependiendo de las asociaciones realizadas por cada sujeto (lo que podría descartar en un primer momento el hecho de que hayan simbolismos o arquetipos universales tal y como sostenía Carl Jung) (Freud, 2000). Pero volviendo a Alexander, encontramos que nuestras sociedades contemporáneas se rigen no solo por un predominio omnímodo de lo simbólico sino por la misma dramaturgia con la cual se da sentido a las actuaciones, ya que para dicho autor, de la misma forma en la que el ritual era el elemento distintivo de la sociedad tribal, la dramaturgia es el elemento distintivo y clave de las sociedades diferenciadas (Alexander, 2014).

Los elementos inconscientes por tanto, bien podríamos llegar a colegir a raíz de lo ya expuesto, son hoy sumamente abundantes a casusa de la misma proliferación de las significaciones y la hegemonía tan fuerte de lo simbólico. Algunos autores al respecto sostienen que a causa de que nuestra especie desarrolló capacidades cognitivas para tomar un puesto de superpredador en la cadena trófica, ello ha devenido en, primer término, en que como especie seamos aquello que de lo real padece el significado, tal y como afirma Lacan. En segundo lugar, en que a medida que las significaciones y la importancia de la dramaturgia se hace más compleja, seamos una especia definida cada vez más por lo simbólico, o por lo líquido incluso, en términos del sociólogo Zygmun Bauman, y que, como sostiene Erich Fromm (1978), haya con ello un proceso de decreciente determinación por los instintitos de la conducta en los seres humanos. De hecho, en nuestra especie, según Fromm (1978), la determinación por los instintos ha alcanzado el mínimo. De esta forma toda ideología o discurso es una construcción contextual de significaciones que afectan de una u otra forma el inconsciente humano. Construcciones que buscan volverlo sumiso y contener la potencia que tiene este como fábrica (idea procesual del inconsciente) a la par que se establecen estructuras de dominación, que, como veíamos con Laclau (1993), pueden ser vistas estas como racionales o irracionales por parte de los sujetos sociales. Sobre la religión, nos dice Erich Fromm, por ejemplo, lo siguiente:

La estructura socioeconómica, la estructura del carácter y la estructura religiosa son inseparables. Si el sistema religioso no corresponde al carácter social dominante, si se encuentra en conflicto con la práctica social de la vida, sólo es una ideología. Debemos buscar detrás de él la estructura religiosa verdadera, aunque podemos no estar conscientes de ella como tal, a menos que las energías humanas inherentes a la estructura religiosa del carácter actúen como dinamita y tiendan a minar las condiciones socioeconómicas dadas (Fromm, 1978: 152).

Algo similar sucede con la sexualidad humana, inscrita esta en significaciones simbólicas determinadas en gran parte para contener las fuerzas creadores y desestructurantes del inconsciente y el deseo. Algunos autores, de hecho, sostienen que el cuerpo humano no está hecho para ser sexuado, aun así encontramos de acuerdo con Fromm (1978), hoy en día un panorama en el cual la sexualidad, desde sus fuerzas psíquicas internas, busca ser rezagada e incluso suprimida. Nos dice Fromm al respecto lo siguiente:

El esfuerzo por suprimir la sexualidad estaría más allá de nuestra comprensión si sólo se tratara de sexo como tal. Sin embargo, no se difama al sexo por el sexo mismo, sino para quebrantar la voluntad humana. Sin embargo, en muchas sociedades llamadas primitivas no hay tabúes sexuales. Funcionan sin explotación ni dominio, porque no tienen que quebrantar la voluntad del individuo. Pueden darse el lujo de no estigmatizar el sexo y de gozar el placer de las relaciones sexuales sin remordimientos. Lo más notable de etas sociedades es que la libertad sexual no produce codicia sexual (…). El deseo sexual es una expresión de independencia que aparece muy pronto en la vida. Repudiarlo sirve para quebrantar la voluntad del niño, hacer que se sienta culpable, y volverlo más sumiso (Fromm, 1978: 96).

Hay que tener en cuenta que no se trata de considerar el universo de lo simbólico como algo a priori más o menos “malo” o “equivoco”, ya que ello también estaría moviéndose entre significaciones[3]. Aunque algunos autores sostienen que “cada vez más y más lo simbólico le gana terreno a lo biológico en cuanto al momento de definirnos como seres humanos (…). Y, por tanto, si el ser humano es cada vez más simbólico, el ser humano en consecuencia también se relativiza” (Guerrero, 2016). Se dice incluso que hoy en día existe un exceso de marcas, un exceso de referentes, un exceso de sensaciones, un exceso de mensajes publicitarios, por los cuales es lo simbólico lo que nos define cada vez más como personas (Guerrero, 2016). De hecho, se dice que hay un exceso de identidades y jerarquizaciones (de ahí la importancia actual de los títulos académicos), ya que todo sistema simbólico tiene clasificaciones que nos llevan a definir incluso la situación relacional misma de las personas, colocando a unos por encima (el gobernante, el faraón, el presidente, el comandante, el jefe, el sacerdote, el académico, entre otras categorías), y a otros por debajo. Dichas significaciones, cabe decir, no descansan en las características mismas del significante. Recordemos junto a Lacan que el simbolismo debe entenderse estrictamente desde lo lingüístico, y que en ese orden de ideas el significante es lo determinante del signo. De dicha forma,  ningún significante posee conexiones rígidas con ningún significado (Lacan, 2002).

Si tomamos esta importancia de lo simbólico, y si consideramos que a causa del mismo no hay verdades últimas y esenciales (y probablemente tampoco arquetipos en términos de Jung, aunque este debate excede los propósitos del presente texto), encontraremos, como ya se había afirmado líneas atrás, que lo más cerca que podemos encontrar a la idea de verdad, es encontrar hoy en día la forma de desvelar las estructuras de poder organizadas por la esencia misma de las dinámicas de lo simbólico. Decíamos que las víctimas tienen un papel crucial, ya que en su dolor y en su trauma están un poco más cerca de lo real e incluso de lo instintivo (tanto el dolor y el miedo, mientras más profundos, más instintos y menos simbólicos). Una de las formas de escuchar a las víctimas de un hecho límite es a través del testimonio. Pero para escuchar a las víctimas del sistema y de las relaciones de poder, bien podemos centrarnos en la actuación social. Más exactamente en el performance social que se había mencionado líneas atrás. El performance más representativo al respecto, cabe decir, es la protesta social. En dicho espacio es muy frecuente que la frustración se manifieste en forma de emociones y adquiera una determinada dramaturgia para llegar a la audiencia que juzgará dicha actuación social.

Las emociones, cabe decir, han sido poco estudiadas desde el ámbito sociológico, pero son un hecho clave, un hecho o un fenómeno que puede ser estudiado desde sus condiciones aparentemente metafísicas, ya que los síntomas de duras condiciones sociales pueden manifestarse a través de ellas (Guerrero, 2013). La misma idea de testimonio se manifiesta muchas veces a través de emociones. Así, una primera relación que podemos establecer entre lo simbólico, e incluso entre lo emocional y el testimonio, es que, de acuerdo con Primo Levi (2006), casi nunca ocurre que dos o más testigos presenciales de un hecho lo describan con las mismas palabras. En parte, ello se debe a que el acto de recordar un trauma es muy a menudo un hecho traumático en sí mismo, y en parte a que el acto del testimonio es un acto lingüístico intersubjetivo y depende por tanto de las asociaciones de significaciones que haga cada sujeto. También depende, como bien recuerda Derrida (1971), de la intencionalidad de quien da el testimonio, ya que lo esencial del testimonio no es informar una verdad, sino construirla, no es lo que se dice sino lo que se hace al decir, el compromiso que adquiere el testigo o que adquieren las personas que participan de una protesta o manifestación social, y ese compromiso bien puede ser el de reivindicar derechos humanos, el de revelar estructuras de poder. Más aún cuando dicho compromiso por reivindicar derechos es impulsado por hondos sentimientos y hondas energías vitales psíquicas o interiores.

Conclusiones

De acuerdo con la noción de ética del testimonio, son las víctimas de la violencia y la discriminación, e incluso de la pobreza y la marginación, quienes tienen el punto de vista de la realidad que permite desvelar las estructuras de dominación. Las víctimas de los totalitarismos y los sistemas excluyentes podrían brindarnos el mayor acercamiento posible a la idea de verdad, tal como la entiende Slavoj Žižek (2005), es decir, no como una esencia o un más allá ontológico y esencial sino en cuanto a las relaciones de poder y dominación en sí mismas. Gran parte de aquel punto de vista que poseen las víctimas y las personas en condiciones de pobreza y exclusión permanecen dentro de ellas de forma inconsciente. En ocasiones se manifiesta en forma de emociones por medio, por ejemplo, de la protesta y la manifestación social. Esta consideración se tiene en cuenta al observar que el componente emocional humano muchas veces tiende a cargarse de energías y pulsiones desestructurantes. Energías desestructurantes desde un punto de vista deleuziano que considera al inconsciente humano como una fábrica. Sin embargo, también hay que tener en cuenta que hoy en día impera un predominio de lo simbólico, y la posición presentada en este artículo es que el inconsciente humano se mueve en medio de representaciones, es decir, tiene, como afirmaba Lacan, la misma estructura del lenguaje. De forma que se habla así de una idea o una noción estructural-procesual del inconsciente humano. Una noción apenas esbozada en este artículo, que no es sino el primer avance de un trabajo de investigación, pero tomada como referente general y postulada, no obstante, para posteriores debates académicos.

A raíz de las ideas anteriores, cuando una dramaturgia o una actuación está emocionalmente cargada, dicha dramaturgia posee un alto grado de desestructuración. De acuerdo con Lacan, en la realidad convergen de forma simultánea los tres registros de lo simbólico, lo imaginario y lo real. Por ello, de la misma forma en la cual el universo de lo simbólico afecta las energías y las pulsiones psíquicas del inconsciente, dichas energías del ser humano afectan el mundo de las significaciones. Muchos actores sociales sin voz y oprimidos por el sistema son conscientes de ello, y en muchas ocasiones optan por representar sus sentidos de vida de una u otra forma. Esas actuaciones, que muchas veces buscan reivindicar los derechos humanos, puede que sean la más cercana dramaturgia posible de la verdad social.

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[1] Me refiero a lo biológico desde sus aspectos más puros y evolutivos, es decir, dentro del registro lacaniano de lo real, pero no así dentro de la idea lacaniana de la realidad, ya que la realidad está conformada, de acuerdo con esta teoría, por la interdependencia estructural que conforman los tres registros lacanianos. De esta forma, dentro del marco del lenguaje entendemos lo biológico, hoy en día, desde significaciones y clasificaciones, de ahí que existan en la actualidad, por ejemplo, debates sobre el aborto u otros aspectos que involucran dentro de la realidad aspectos biológicos.

[2] Una crítica inicial que se le puede hacer al esquizoanálisis, más allá del hecho de que obvie importantes fenómenos del inconsciente que son estructurales (como la lacaniana identificación con el ideal, por ejemplo), es que sus autores, al parecer, generalizan demasiado en sus teorías y dichas generalizaciones parecen ser el producto de prejuicios. Recordemos que Lacan llegó a ser el psicoanalista de Guattari y que incluso tuvo una inicial relación de camaradería con Deleuze. Puede quedar fuera de lo estrictamente académico y teórico, pero es necesario advertir que la teoría esquizoanalítica bien puede contener dentro de ella muchos reflejos de la actitud de rompimiento o ruptura entre sus dos principales autores y la figura de Lacan, quien para Deleuze y Guattari era la misma representación del psicoanálisis en su época. De esa forma, encontramos que la posición deleuzoguattariana afirma criticar al psicoanálisis, o incluso al Estado ya que avala las distintas formas de control, principalmente de control sobre el deseo de los individuos, pero con un análisis más profundo, encontramos que mencionar al psicoanálisis o al Estado, por parte de dichos autores, puede que no sea más que el producto de erróneas generalizaciones. Con una debida lectura de El Anti Edipo, encontramos que allí no se critica directamente, en un sentido estricto, al psicoanálisis. De hecho, allí se utilizan muchas herramientas psicoanalíticas para criticar, en realidad, no al psicoanálisis en sí mismo o la importancia del inconsciente sino al paradigma del complejo de Edipo.

[3] Lo simbólico al igual que como sucede con la escritura para Derrida (1971), posee en sí mismo una estructura indecidible. Derrida recuerda, por ejemplo, guiado por Platón, que para dicho filósofo griego la escritura era un farmakon, es decir, cura y veneno a la vez, ya que permite la labor de recordar datos sin necesidad de memorizarlos al pie de la letra, pero otra parte nos vuelve más desmemoriados, ya que confiamos en que como la información está escrita, muchas veces no recurriremos a ella si no es por una causa estrictamente necesaria.




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Un agujero al interior de lo simbólico: la idea de inconsciente estructural-procesual y su relación con la dramaturgia social y la ética del testimonio

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