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12 de Octubre: Día del "Revanchismo racial"


La conmemoración del día de la raza es de aquellas efemérides que no estimulan demasiado mi entusiasmo, y la razón es simplemente que el objeto de este día se reduce a guardar apariencias. Primero, siempre ha sido un pretexto de las élites conservadoras para legitimar la imposición a punta de espada, arcabuz e intoxicación judeocristiana de la herencia hispánica aplicándole un barniz de espuria pluriculturalidad, y segundo, porque en lugar de convocar al regocijo de representar una nueva realidad socio-cultural en el mundo, realmente supone un  incómodo recordatorio para los pueblos iberoamericanos del insano resentimiento que desde los tiempos en que ondeaba la Cruz de Borgoña les condena a una perpetua postración. Vale la pena considerar todo esto, pero tomando distancia de los convencionalismos que a menudo influyen en el tema.


En América Latina exaltar el mestizaje es una costumbre, se Puede Decir, políticamente correcta. Toda referencia a la heterogeneidad étnico-racial de este continente suele ir aparejada de eslóganes centelleantes de optimismo: se nos repite hasta lo indecible y con gran júbilo que la mayor riqueza que tenemos es nuestra diversidad. Esa emoción, que al menos en las esferas mediáticas es expresada con donaire,  infortunadamente no se ve reflejada en el plano real de las relaciones sociales. Lejos de ese Iocus Amoenus de tolerancia racial, para quien no se guía por mensajes institucionales es natural reconocer en América Latina más bien un maremágnum de revanchismo racial constante e irresoluto, donde el vano concepto de la raza, como la condición de clase, sigue siendo causal de profundas divisiones sociales.

Ciertamente no existe mucha congruencia entre el enaltecimiento de la naturaleza variopinta del latinoamericano y la simultánea negación de sus raíces, la cual se hace manifiesta básicamente en tres casos: 1) la animadversión anacrónica hacia lo español por los excesos cometidos en la conquista y el periodo colonial, 2) el colonialismo mental criollo y 3) el racismo reactivo en los pueblos indígenas y de origen africano. Si bien el antihispanismo tuvo su razón de ser en las gestas independendistas como expresión de rebeldía contra el dominio de la metrópoli y sus desafueros en suelo americano, hoy por hoy ese sentimiento debería ser obsoleto puesto que las condiciones no son las mismas. Aunque en líneas generales se puede decir que las relaciones entre latinoamericanos e ibéricos en el presente no son malas, los rescoldos de aquel rencor hacia el gobierno y cultura españoles continuaron ardiendo en el brasero de nuestra historia a lo largo de dos siglos -principalmente en la producción intelectual- hasta hacerlo extensible a todo lo que evocara a la madre patria (incluyendo a personas del común que nada tuvieron que ver con tales tropelías), atizado también por las dificultades por las que han tenido que pasar muchos latinoamericanos que migraron a ese país. Sin embargo, detenernos ahí sería condescender la versión victimista con la que se siente cómodo el latinoamericano, que demuestra de igual manera que tampoco le desagrada la posición de discriminador; y su colonialismo mental da testimonio de ello. Los discursos con que los medios de comunicación celebran la multiculturalidad americana a menudo no son más que intentos de solapar el menosprecio de la criollada local hacia lo autóctono producto de un atávico y humillante fetichismo europeísta, en un comienzo devoto del acervo ibérico, posteriormente cautivo de lo francés, italiano, alemán, anglosajón, etc. Un reconocimiento vergonzoso pero necesario: muchos latinoamericanos se desviven por entroncar genealógicamente con España, y el embeleso que le provocan sus apellidos castellanos, vascos, andaluces es grande, tanto como el ansia neurótica por borrar toda traza de linaje nativo o africano. Pero por supuesto, ni los indios ni los negros son inmunes a esta enfermedad social. Como reacción a las injusticias que les ha granjeado la historia escrita con tinta criolla, estos grupos humanos, que fueron la base de la pirámide social durante y después de la colonia se han sacudido de su yugo reivindicando su lugar en la sociedad, hasta ahora lastimosamente recurriendo a los medios equivocados. Aunque el racismo contra las "personas de color" sigue existiendo, también es inobjetable que estos pueblos contribuyen a la existencia de este flagelo autosegregándose. En vez de hacer valer su igualdad ante la ley y de paso denunciar el absurdo de segmentar a los seres humanos, los colectivos que ostentan la representación de dichas comunidades no solo hacen hincapié en el concepto de raza, sino que sucumben a la necedad de reclamar enérgicamente a los Estados latinoamericanos tratos preferenciales en virtud, más que de deudas históricas, de su filiación étnica: desde políticas de "discriminación positiva" para acceder a la educación y la salud, hasta la separación física del resto de la sociedad con el argumento de que sólo así pueden desarrollar su cultura y tradiciones libremente. Incluso en algunos rincones del continente afloran movimientos indígenas que enarbolan proclamas ultranacionalistas y violentas  no muy distintas de las del Nazismo, excluyentes de todo lo que no se ajuste a su perfil racial.

¿Porqué insistir en clasificar a los seres humanos en categorías superficiales para asignarles su valía? América Latina tiene por delante el desafío de asumir su diversidad como una oportunidad para reafirmar el humanismo global, de superar la insensatez de convertir el menor rasgo diacrítico de cada colectividad en un obstáculo para alcanzar la justicia social.


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