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Capítulo 7: La primera noche

Tras una charla distendida, con una copa de licor, me disculpé por retirarme pronto, pero el cansancio del viaje y las emociones me hacían desear acostarme y con un buen sueño recuperarme para un nuevo e interesante día.

El dormitorio, en penumbra, estaba frío. Me puse el pijama con rapidez y me introduje en la cama cuya ropa de abrigo enseguida calentó mi cuerpo envolviéndome en un agradable calor que rápidamente me llevó a los brazos de Morfeo.

No sabría asegurar cuánto tiempo había dormido cuando, de repente, un extraño sonido me despertó sobresaltado. Tardé unos segundos en ajustar mi mente y situarme exactamente en mi habitación. La luz de los relámpagos lejanos me hizo pensar que aquello había interrumpido mi sueño, pero antes de poder dormirme de nuevo oí otra vez el sonido. Parecía un grito, más bien un fuerte quejido, sordo y lejano. Hubiera afirmado que era de un animal pero sabía a ciencia cierta que no había en aquella casa. Me asomé al pasillo donde todo estaba tranquilo, agudicé mis oídos para intentar escuchar algo más, pero los siguientes minutos nada perturbó el silencio que reinaba en toda la mansión. Una intensa tiritona me recordó de repente que estábamos a las puertas del invierno y en una casa a más de mil metros de altitud. Volví rápidamente a la habitación y me puse una espesa bata de casa que encontré en el armario.

De pronto se cortó la luz, probablemente el generador se había parado. A tientas recorrí el dormitorio y encontré una vela, junto a la cual había una caja de cerillas. Encendí la tenue luz y me senté junto a la ventana. Fuera se mecían de forma acompasada los árboles empujados por el viento. Entre las nubes se asomaba de forma tímida la Luna, que casi estaba llena, proyectando un baile de sombras que se arrastraban con rapidez y entre las cuales quise adivinar la figura de una persona corriendo, pero debió ser efecto del sueño que se apoderaba una vez más de mí. Instantes después se oscureció el exterior de la casa y la lluvia reanudó con fuerza su caída sobre los cristales de la ventana con un sonido muy relajante, tanto que enseguida me acosté durmiéndome profundamente.

Durante aquella primera noche no hubo más sobresaltos ni emociones especiales, parecía ser la calma que precede a la tormenta.



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