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Cajita de terciopelo negro para vos

Tags: ajeno dios
Y cuando dejaba correr la mano por los renglones, cuando miraba los techos de esa ciudad bajita, la puerta de enfrente bailaba sola, el cuarto lleno de oscuridad y ese señor que presionaba para que la mano buscara actividades con propulsión a alcohol. Ya ves.

Y ya entonces era noche negra de puntos brillantes. Y ya me cansaba de buscar mis pasos en pedregullo Ajeno, un piso que desconozco y dejarme guiar hacia el placer por vos que sos todo y podés ser nada a la vez con una velocidad pasmosa. Ahora astillando mi cuerpo, en abrazo del que no quiero escapar nunca. Y otras veces desapareciendo adentro de una cueva subterránea. Y yo que soy tan poco adicto al buceo.

Ese ayer vibraban glóbulos, saltando enloquecidos en el torrente por llegar; porque era la hora de la explosión, tuya y mía; Orejas élficas en mi radio visual y vos que las tapás y yo que no y así por unos minutos-calle de balastro. Primero una. Y después muchas. Yo en ciudad desconocida, vos relatándome los nombres de los pastos. Entonces me dejaba tironear, feliz de títere lujurioso, hasta donde te dictara la conciencia. A consumirnos, como tantas otras veces, consumirse en gotas, en pelo que se enreda y los ojos cerrados de piel mirando al cielo; porque hay momentos en que sí podemos negar la inmundicia que se esconde debajo de la cama, dicha poderosa jugando arriba de mi almohada, contigo y conmigo abrazados.

El mundo estaba estridente y nosotros que ya estábamos cerca, preámbulo de luces coloridas que no importaban porque el iris ya sólo veía el otro/contraparte, espejo de bocas y seguir así hasta la puerta incrustada en pared de ladrillos.

Pero dios llamó. Dios agarró su celular último modelo, cámara de fotos y tubo de luz bajo el guardabarros, desgrasando sus venas en torrentes de sebo mientras el celular no dejaba de sonar y el que jugaba a bolos con figuritas de dominó. Dios llamó, lejos, su nariz de queso rancio, gesto delicado de la mano de raíces violetas incrustadas, cauces sanguíneos llenos de materia putrefacta; porque ya siente como se le queman las entrañas y no puede hacer nada; ya siente como se le cae el mundo de idioteces que logró construir, pirámide con base en punta y la felicidad siempre escurriendo hacia abajo; llamabas, ja, dios, llamabas y querías enquistarme tu culpa desagradable en medio del cerebro. Regalarme un peso enorme para el resto de mi eternidad de pocos años.

Entonces yo estaba ajeno. El cerebro que trataba de comprender lo que pasaba, abriendo paso a machetazos por la laguna de whisky. Las manos no, ellas vida propia, jugando su juego de escondidas. Yo estaba ajeno; ajeno a muertes, ajeno a carnes ajenas, ajeno a vos, pequeña, que empezabas a acumular lágrimas mientras las líneas negras de los párpados se te dibujaban verticales, cárcel de pómulos rojos; y vos que no te rendías, premio a entregarme un poco de calor durante un rato más, aún cuando retazos de tu álbum familiar debían irse de la tierra porque a algún señor se le antojaba. No te rendías, y yo agradecía porque siempre tengo escondite seguro cuando tus brazos se vuelven frazada y ya no hay monstruos vengadores del espacio que ataquen mi cama. No te rendías, pero las ganas de refugiarse en mamá eran suficiente anzuelo. Y yo lo entendía, sabés que lo entendía.

Entonces yo cerré puertas y abrí otras. El vehículo, antes esfumado en rayo láser ahora destilaba su llegada en reloj de arena. Tu cuerpo era un ser liliputiense, hecho un ovillo en la palma de mi mano. Y el señor dios que decía que sí, tentando de manzanas, peras y naranjas, bolas coloridas en mi sien; poniendo fotos de almanaque camionero delante de mi rostro.
Pero no podía, mi cuerpo exigiendo respuestas a la demora y vos ahí, ser indefenso rogando un abrazo fuerte y luego dejarse, hombro/flotante junto a mí, porque tu espíritu de geisha servicial quería quedarse jugando apuestas hasta el amanecer. Mis manos pulpo no podían dejar de agarrarte y vos que te diluías, porque el dolor ya te traspasaba la existencia y querías dejarlo afuera, perdido en otro lado sin pasaporte.
Y pude verlo, tu corona se encendía y los ojos de negro discutido destellaban; los ojos de negro devorándome las tripas porque cada reflejo es un llanto que se acumuló en algún rincón del planeta y ahora decide resumirse en tu mirada; los ojos de negro taladrándome la sien sin preguntas, y todas las respuestas que ya son tuyas.

Te abrazo como esponja. Y la cápsula se forma, redonda de cuerpos imperfectos, para que nadie pueda pasar. Para que la eternidad dure una noche de cama de uno. Para sentir, al menos, que una mitad puede completarse unos segundos.

del 15/04/06


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