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Bye bye, trash trucks.

Hoy flotó la gota, péndulo líquido sin decidirse a bañar mis neuronas. Y ellas acumulando fotos, acumulando ganas, acumulando frases. Agolpándose a la salida de un túnel amarillo.
Miraba el vaso, el largo de vidrio pilsen, uno de los tantos que Aramís supo canjear a base de paciencia infinita de chapitas. Miraba el vaso y el agua mansa, sin olas, ni siquiera un mínimo viento que agitara la superficie. Hoy cayó la gota. Entonces el suelo recordó como era mojarse.



Necesito alguien que tire de la cadena de mi cerebro. Necesito reaccionar. Necesito sobrevivir en este infierno de rostros inexpresivos, de la misma esencia de persona multiplicándose por millones a lo largo de mis días. Hoy todo se funde en un mismo aparato, una máquina descomunal de dientes puntiagudos, preparada para succionar la sangre del que detiene el mecanismo neuronal. El mundo es un gran booballoo de tutti fruti, un experimento gomoso que pegotea los dedos y deslumbra con sabor dulzón. Y más allá de los cinco minutos de goce perdura una nada infinita, una bola informe que taladra los dientes y las razones, absorbiendo conciencias sin que ellas lo sepan. A veces creo que Darwin estaba muy borracho cuando elaboró esa teoría. O simplemente quería reírse de nosotros, mirando aterrado como la humanidad corre descerebrada al abismo más cercano.

Hoy salí a partir la niebla, Marvin secundando mis pasos apretados de frío. La calle era violeta, mientras las ramas imploraban un perdón de hojas que iba a demorar en llegar. El mismo recorrido de siempre, los mismos pasos en las mismas baldosas que a veces están y otras no. Marvin atreviéndose a explorar postes nuevos, mis ojos alternando piso y faroles de neón.
Pasamos el restorán de comida rápida y aceleramos por la vereda amplia de Suárez. Por ahí, por donde antes se descolgaban los camiones de basura anaranjados, aquellos que tronaban en carreras enloquecidas hasta la estación. Pero tampoco están. Las estelas de color que dejaban al pasar son ahora bloques monocromo, de un verde desteñido que se mimetiza con el pasto. Son mejores, sí, pero ya no hay más sprints acelerados ni ruedas girando la curva frente a la casa amurallada.
Marvin husmea una columna, un tobogán, las ruedas de una camioneta. Yo husmeo mi cerebro, porque en algún lugar debe estar el clic para desatar la catarata de letras. Hoy es gris y niebla, pero el frío no puede entrar a través de mi abrigo negro. Soy un círculo negro perdido en un paisaje de pedregullo y neón amarillo.
Llego a la hamaca. La roja. Está ahí, esperando ser tomada. Dulcemente se deja poseer, como si todos estos meses de ausencia no existieran, solo el agua hirviendo del café o una visita urgente al baño para justificar mi demora. Balanceo los pies, suave, mientras las pupilas se dilatan, esponjas secas de noches invernales. Por un momento el remolino mental se detiene y solo hay árboles. Gigantes pinos, o lo que creo son pinos. Están dentro de esa casa, la de siempre, la de las murallas altas y las cabinas de vigilancia atestadas de soldados somnolientos.
El cordón rojo de la vereda enmarca una foto perfecta de la nada, cartel de no estacionar completando el encuadre. Busco los rostros en las baldosas y lucen lisas de pasos, los poros suavizados por el tiempo. Apenas saluda un perfil de bruja de cuento que parece alejarse en silueta pequeña.

Hoy el cerebro decidió no descansar. Hoy y ayer y seguramente mañana. Necesito sobrepasarlo de revoluciones, girar la manivela hasta sentir que no da más, llenarlo de teorías inútiles y apreciaciones apuradas; de juicios de valor y máximas que debo respetar a rajatabla. Y luego respiro. Libre, tras una muralla de titanio acerado, de metal impenetrable, mi única defensa, la última frontera frente a la gran masa gris-deforme. Ella está ahí, a unos pasos, coqueteando cada día en la fábrica de ilusiones donde trabajo. Vendo muñecos de yeso y figuritas de colores en envase televisivo, por si no lo había explicado. Todo enmarcado en un lujoso edificio de vidrios al parque, el personal dándole la espalda cada día al sol que insiste en esconderse justo frente a ellos. Por si algún día deciden mirarlo.

Las manos en los bolsillos, aferrando la llave de metal frío. Marvin me mira, tratando de conocer los límites para sus desplazamientos. Sigo desconfiando, de todo, entonces delimito un área para que el tipo se pasee a sus anchas. Y él es feliz, la cola-bastón de pelos apuntando al infinito y la sonrisa en el hocico, porque sí que sabe sonreír. Busco refugio en las ramas desnudas que saludan desde enfrente. Trato de explicar. O entender. O explicar. Porque todo tiene que tener una razón. O no. Y la balanza se vuelve una diagonal enjabonada; ya no hay recta paralela al horizonte, cada lado soportando un peso equivalente. Ahora se cargan los platillos de un lado solo y no sé quien es el responsable. Por eso grito hacia adentro, por eso tiemblo de furia y las uñas apretan la palma de la mano buscando la sangre. Porque no quiero seguir enviando recuerdos al cielo, aunque ellos se empeñan en marcharse. Quizá reciban un telegrama urgente y en ese momento la revelación, la razón infinita por la que estamos acá, postes de madera pudriéndose bajo la lluvia violeta.
El dedo rancio señala y elige. Al azar, o al menos eso quiero pensar. Y no logro entender el criterio para manejar la grúa gigante. Everyone I know goes away in the end. Eso me decía el Viejo con la voz que partía el pecho. Y sonaba sincero. Hoy no es cercano, no. Hoy el cuerpo que quiere llevarse es parte de Gus. Y no entiendo. Nunca entiendo.

Veo las hamacas moverse. Tiemblan solas a un lado, como si presencias ajenas ocupasen los lugares para acompañarme en mi noche de preguntas. Son tres, la violeta a mi derecha, vieja compañera de las primeras veces. Una verde y la restante azul. O amarilla. No sé.
Balancean sus cuerpos de madera rasurando el aire de niebla. En un instante, ellos bajan a ocupar los tres lugares. En mi mente. Mis fantasmas convocados de un golpe en una noche gris violeta de muertos que quieren volver y vivos que no buscan irse. Donde el mundo sigue siendo la misma bola de espejos, brillando y brillando, reflejando todo las preguntas.
Luego me levanto y sigo. Marvin en la esquina, sentado esperando la señal para cruzar. Mis manos siguen en los bolsillos, aferradas a las llaves. El aire desprendiendo partículas de dudas. Camino de vuelta a casa, el cauce de mis conjeturas completamente desbordado. Y lo prefiero así, río bravo corriendo y arrastrando la mugre. Y creo fundirme en ese aire violeta, un punto anónimo que flota ajeno, esperando. Sintiendo el latido, pequeño/intenso, brotando profundo para luego desvanecerse en pelea contra gigantes. Un diminuto punto titilando en el iris, única señal para continuar vivo en medio de un mar de muertos que hablan.


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