El día que ejecutaron a Juan Entrante nadie lloró en Extrarradio. Hay Quien Dice que, cuando el garrote destrozó su cuello, se oyeron carcajadas por los cementerios donde yacían los restos de sus víctimas.
A su entierro asistió un viento fuerte que arrastró su alma desalmada hacia el desierto.
La estación estaba vacía. Un viejo vagón reposaba sobre los raíles oxidados. La hierba, que había crecido hasta cubrir sus ruedas, era agitada por el viento del desierto. Por las calles de Extrarradio corría la soledad como un escalofrío. Los ecos de un portazo rebotaban en las esquinas mordidas por el viento, pasaban los umbrales de puertas carcomidas, resonaban en los oídos de ventanas ruinosas.
El viajero venía andando con un paso cansado. El polvo del desierto impedía ver su cara. Solo se vio su figura, alta, delgada, esquelética, que el calor del mediodía hacía fantasmal. Dos viejas desdentadas, que lo vieron, cerraron los postigos aterradas. Una rata corrió a su madriguera al tiempo que un puñal helado rasgó el calor del mediodía.
Fúnebres carcajadas resonaron en las calles de Extrarradio cuando el viajero las cruzaba. Las viejas no pudieron soportar el intenso olor a podredumbre. La rata reventó por el hedor.
Cuando el viajero siguió su camino dejó atrás un pueblo lleno de maldiciones.
Yo no lo vi, pero hay Quien Dice que era Juan Entrante.