(Nicolás II prisionero, vigilado por sus guardianes) |
Cuando el archiduque Francisco Fernando y su esposa fueron asesinados en Sarajevo el 28 de junio de 1914, quizás no muchos pensaran que los disparos de Gavrilo Princip acabarían en una terrible guerra. Por cierto, recuerden que aquello pudo ocurrir porque el chófer del archiduque tuvo un despiste al volante y se equivocó de calle. El presidente de Francia, Raymond Poincaré, estaba en el hipódromo viendo las carreras con algunos diplomáticos cuando le llegó la noticia por telegrama. Sin duda no sospechó la que se le venía encima a su país, ya que leído el telegrama siguió pendiente de los caballos como si tal cosa. Ni comité de crisis, ni análisis de consecuencias, ni reunión de urgencia; en lugar de eso, carreras de caballos.
Peor es el caso, no obstante, del zar Nicolás II. A finales de febrero de 1917, con importantes revueltas y enfrentamientos en su país, escribía a la zarina, Alejandra Fiódorovna, y le decía:
Mi cerebro descansa aquí –ni ministros, ni temas fastidiosos reclaman mis pensamientos.Dos días después de aquella carta, el 26 de febrero, apuntaba en su diario que había ido a misa, desayunado con mucha gente, escrito la carta de rigor a la emperatriz, tomado el té y jugado al dominó por la tarde. El tiempo, apuntaba, era bueno, aunque helador. La bola de nieve de la Revolución creía y crecía y se acercaba amenazadora, pero él no se percató. O no quería percatarse.
El 2 de marzo se veía obligado a abdicar el último de los Romanov, poniendo punto final a tres siglos de dinastía. No lo vio venir. Perdonamos a Kafka, que al fin y al cabo era un hombre alejado del poder. ¿Perdonaríamos igual a Poincaré o a Nicolás II por su falta de reacción?
Fuente: La venganza de los siervos, de Julián Casanova
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