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Postales de mi tierra: Machaca



Machaca y el rio Ayopaya

Al oeste de Independencia, querido viajero; a menos de una hora en coche, encontrarás a Machaca, el único pueblo satélite de la capital provincial, es decir un pueblito, con su par de calles paralelas y mucho verdor alrededor. 

Machaca despierta muchas pasiones entre los palqueños, gente desde siempre muy devota de su santa patrona la Virgen del Carmen, pero extrañamente más devota, todavía, del Señor de la Exaltación, un Cristo negro aunque de rasgos semíticos, cuyos milagros viajan por el mundo, alguien asegura. A mediados de septiembre, Machaca es cita obligada para los palqueños cuando medio pueblo alista los bártulos para emprender peregrinaje, unos a pie y otros conduciendo sus vehículos para que relucientes los hagan bendecir y reciban los sahumerios correspondientes. Si usted toma un bus para Independencia, no se extrañe que del parabrisas cuelgue un delgado tapiz con el nombre del santo, para proteger su viaje. 

Machaca ofrece otra singularidad, es el único sitio de Bolivia cuyo templo está alfombrado con sodalita, el raro mármol azul que se esconde en las entrañas de las montañas boscosas de Cerro y Sapo, otro desafiante sitio al noreste de Independencia.

Mi alma ha estado unida a Machaca toda la vida, no por razones religiosas, sino por sus frutos que esa tierra produce milagrosamente. En sus fértiles chacras, descendiendo las colinas, junto a los bajíos del rio Ayopaya, mi memoria olfativa aún recuerda que allí se plantaban los tomates de más exquisita fragancia que, cuando llegaban al pueblo a lomo de bestia, todavía se sentía intensamente el aroma impregnado en los rústicos canastos tubulares en los que los traían, protegidos con pasto seco. Más delicados que porcelana parecían, hoy casi desaparecidos por culpa de variedades más comerciales. En esas vegas mesotérmicas, prosperan atendidas por alguna divinidad, huertas de embriagantes chirimoyas y cremosas paltas, tan espectaculares que han llegado a los oídos de la metrópoli cochabambina, vía feria de los primeros días de mayo. 

Y yo, desde mi ateísmo galopante, le rezo al mismísimo Dios, para que en mi mesa nunca falten las menudas pero suculentas yucas amarillas de Machaca. Tan suaves, harinosas y tiernas, que necesitan apenas un hervor para que su dulce sazón llegue hasta mi boca. No hay placer comparable por ningún lado.


 







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