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Postales de mi tierra: Kalistía




La ruta de asfalto es engullida por peñones allá donde llega la vista. El Viento corta toda apariencia de quietud que pareciera envolver a las casuchas desperdigadas en ese rastro de civilización. De ese campamento sin almas un camino serpentea hacia el oeste. Cuando el cuerpo trepa a los cuatro mil metros o más hay una doble sensación de vacío: el estómago que parece desprenderse y el horror vertiginoso de los precipicios. Querer alcanzar el cielo puede ser desasosegante para los primeros viajeros. 


Donde muere la meseta de Pongo, nacen las montañas de Kalistía. Cada trecho, enormes torres eléctricas se pierden entre cañadones profundos y picos empinados que hace pensar que sólo gigantes las pudieron haber levantado. La estampa monótona de ocres contrastes que caracteriza al altiplano se corta en seco al atravesar una curva del camino. Pinceladas rojizas lo inundan todo, desde el polvo que persigue y se pega en las ruedas hasta las megalíticas cuevas naturales, entre cuyos manantiales de agua goteante brotan insólitos helechos. 


Paisaje de otros mundos, de montañas bermejas y pálidos atardeceres que semejan nunca terminar. La noche es negra allí de intenso cobalto, como si no hubiera mañana. Tal cual el espinazo de una bestia prehistórica, un reguero de rocas inmensas se incrusta entre hondonadas y laderas. Moldeadas por tempestades, por el fiero látigo del viento, o por puños ensangrentados de criaturas míticas, sus paredes horadadas son el refugio de llamas que pastan en las cercanías y entre sus oquedades dormitan escurridizas vizcachas. No hay cóndores que se enseñoreen sobre esos aires tan enrarecidos.




PD.- Aquí la banda sonora
Fotos: Facebook




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