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AQUEL DÍA DE SAN JUAN







En el escritorio levadizo enganchado a la cama, el portátil esperaba una anécdota más, un momento narrado de la vida de aquel hombre para ser contado el día de la despedida. 


Tenía que controlarlo todo, la ropa de él, la suya, pensar en una ceremonia civil, avisar a la familia, pero ya lo había hecho, pensado en todo y su cuerpo seguía en esa cama, durando como diría él, no viviendo, respirando con la dificultad de unos órganos vitales que funcionaban a su manera previendo que iban a dejar de existir.


                                            
       
                                        
                                       






   











Ella  escribía con rapidez los hechos más importantes de la vida de su marido, los que él le había contado porque ambos tuvieron que empezar de nuevo, en un momento tardío de la vida. Su cuerpo yacía en la cama del hospital con la apariencia de existir, de estar solo dormido.Le consoló saber que, al menos, él tuvo una segunda oportunidad, que después de haber vivido la decepción y el desconsuelo, la cara amarga de la vida, volvió a sentir y se supo amado.

Antes de la sedación, hacía solo dos días,  le hubiera gustado decirle que le quería, que sería muy desdichada sin él, que le extrañaría tanto que no querría que nadie más ocupara su lugar, que seguiría amándole hasta el final de sus días… pero entre ellos se habían ocultado la verdad de su final y no hubo despedida .

Uno no muere la víspera, dicen los argentinos. La muerte llega cuando tiene que llegar, no antes. La vida de él se había apagado desde que la morfina le había embotado, narcotizado para adormecer su dolor y su conciencia sobre su propio final . 

El ordenador no volvería a recibir ni un fonema más en su pantalla porque en un instante, sólo en un segundo, él, que ya parecía no volver a despertar nunca más, giró su cara hacia ella y  ella hizo lo mismo. Un momento de ínfima duración en el que los sentidos de ambos coincidieron para querer decirse adiós o, para pedirse ayuda, porque ambos morirían, de maneras distintas, en ese momento. 

Los ojos de él pasearon sin concierto de arriba abajo, de derecha a izquierda y se cerraron. Ella susurró “cariño” pero no fue hacia él, se apresuró fuera de la habitación, hacia la recepción, donde enfermeras, auxiliares y médicos tenían una actividad silenciosa a pesar de ser las once de la mañana. “Venid”, pidió, y tres de ellos se dirigieron a la habitación. Entraron en fila, dos mujeres y un hombre, en el medio, se quedaron de pie paralelamente a su marido  con sus cálidas manos rozándole el brazo, ayudándole a morir.  Ella contemplaba la escena sin lágrimas, como si su cuerpo no tuviera alma. Él se estaba yendo de la vida, pero ella empezaba a perder la vida en aquel momento.

Ya está, dijeron, ya ha pasado. Quédate el tiempo que necesites, susurraron. Salieron y la dejaron sola. No lloró, solo avanzó un poco hacia él, le besó en la frente y le pidió que descansara. 

Miró la habitación dando algunos pasos inciertos, no sabía qué hacer, fue al armario, allí estaba su ropa y en una bolsa, recién comprada, su blusa negra. 

Cuando alguien se muere, se prepara una maleta de fin de semana con sus cosas, las que están en el hospital, se recogen sus objetos de aseo, las monedas sueltas del cajón, para algún refresco , su teléfono móvil, el PC donde veía sus películas, se acaricia la camisa con la que llegó al hospital porque “está para lavar” y se hace todo despacio, en silencio, como para no despertarle, no se piensa que la camisa ya no volverá a ser usada, que él ya no cogerá ese teléfono, sólo se acumulan sus cosas en una bolsa no muy grande.

Después, deambuló por la habitación, pero no quería mirar al hombre que amaba y que, ahora, sería tratado para su limpieza como un objeto al que se debía respeto pero carente de sensación.

Volvió a salir al pasillo de la planta para empezar a telefonear y dar la noticia. Las auxiliares hacían su trabajo, ella les oía en medio de las llamadas, abrieron la puerta de la habitación y ella les hizo un gesto para que no entraran, las mujeres, no obstante miraron, dijeron el nombre de su marido, esperaron a que ella colgara y les oyó decir que ese hombre había muerto guapo, cuidado, luego se aproximaron a ella y le dieron un beso sentido por su pesar, cuando avisó a todos, ella regresó a la habitación, se sentó al borde de la otra cama y le miró, ahora él no era él, los cuerpos muertos se llaman cadáveres porque ya no son personas.

Ella podía darle vida en su mente recordando sus dedos cuando la acariciaban. ¿Podría volver a sentirlos pensando sólo en él? ¿Sin su cuerpo? Una sonrisa de consuelo se abrió en sus labios. Sí, claro que sí. ¡Lo he hecho tantas veces!, se dijo. Recordó que, de niña, se concentraba y vivía otros mundos cada vez que lo deseaba, así que podría hacer lo mismo otra vez.



Le reconfortó pensar que él esperó hasta que ella estuviera tranquila para irse.  Había pasado varias noches sin dormir así que aquella, justo aquella, se tumbó y se quedó profundamente dormida. Al despertarse, él seguía igual y decidió asearse, bajó al único aseo que, en un gran hospital al que acudían miles de personas, a esas horas, estaba decente. Le había dado tiempo a dormir, a lavarse y a tomarse un café antes de que él decidiera irse porque uno no se va justo cuando la persona amada no está.

Durante los primeros años de su viudez, un dolor desgarrador le imponía un llanto diario. Más tarde, sus recuerdos, los días vividos con él se alejaban cada vez más de la memoria y eran sustituidos por los días en soledad, los cambios en la familia, las novedades del país, incluso los desencuentros con quienes jamás él habría supuesto, circunstancias cambiantes que le llevaban a otra vida que nunca hubiera imaginado que tendría que vivir.

Le quedaba muy poco en la vida, mucho menos de lo que hubiera creído cuando era joven, pero él destacaba, en su ausencia, entre todo ello. El tiempo le había vaciado de casi todo lo que había amado y querido. No pasaron tantos años para que los teléfonos dejaran de sonar y  la vida se quedó en eso, en un tiempo de soledad que pesaba más de los cien años de la historia del escritor.







Abimis 2



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