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La esquizofrenia del siglo XX, o las dos maneras de entender el Arte hace un siglo.



El comienzo del Siglo XX es tan fascinante como aterrador. Para entender el mundo que ahora vivimos hay que comprender lo que sucedió en los primeros quince años del pasado siglo veinte. Porque ahí, en esos apasionados años, se gestaría la más despiadada, contradictoria, terrorífica, visionaria, frustrada, creativa y genial forma de entender el mundo. Jamás un cambio de siglo fue tan esperanzador, tan buscado, tan necesitado, o tan apasionado en la historia. Ni el milenarismo del siglo XI es comparable siquiera. Entonces era una sola cosa lo que abrumaba a la humanidad: el cataclismo bíblico, el colapso espiritual en plena edad media. Pero, a finales del siglo XIX se produjeron las innovaciones tecnológicas y sociales -o sus promesas más convincentes- más vertiginosas de toda la historia. Al menos como para albergar una idea del siguiente siglo prometedora, diferente a todo lo que se había producido antes. O, mejor dicho, todo lo anterior en la historia desde el Renacimiento valía ahora: la revolución, la transformación, la evolución, el progreso imparable, la ruptura, la búsqueda de la felicidad... Pero, sin embargo, todo ese ambicioso proyecto era demasiado increíble. Los artistas vivieron, en ese fascinante momento, un periodo desconocido, nuevo, de libertad asombrada, de fronteras imprecisas, de comunicación sesgada, de belleza transformada, de desasistimiento de cualquier asidero formal que pudiera llevar a prolongar en el tiempo -aunque solo fuesen por un poco más de diez años mantener una misma tendencia: ninguna duraría tanto- la nueva forma creativa de mejor expresar las cosas -¿con belleza?- de este mundo.

Porque el siglo anterior, el XIX, fue extraordinariamente virtuoso en el Arte. Hubieron grandes pintores, maestros que expresaban sus imágenes artísticas con equilibrio, soltura, belleza, formas armoniosas, con composición y expresión efectivas. Las tendencias siguieron esa norma académica: incluso el Impresionismo lo siguió, a pesar de su transgresión evidente con respecto al Academicismo, o la manera por entonces más consagrada de pintar. La creatividad fue también muy elogiosa: las tendencias artísticas del siglo XIX son todas fascinantes. Fueron muchas de ellas diferentes, opuestas (el prerrafaelismo y el realismo, por ejemplo), pero todas mantuvieron una idea básica en el Arte: el reflejo formal de un sentido traducible y natural de la figura humana. Se podría expresar lo que se quisiera: la cruda realidad social o la espiritualidad mística o mitológica más sentida, pero en ambos casos con un criterio figurativo armonioso con la naturaleza. Sin embargo, el inicio del siglo XX rompería todo ese sagrado y no escrito acuerdo tácito. Y lo haría con todo, no sólo con el Arte. El vértigo sentido debió ser irresistible: sentir cómo entonces el abismo, que no se prevee ni se afirma, se puede pasar por alto sin caer... La sociedad no estaba, como los artistas, tan preparada para ese salto mortal. Por eso las terribles guerras, conflictos, enfrentamientos, rarezas, crudezas, holocaustos, desvaloración humana, deterioro, ambivalencia o esquizofrenía social que se sucedieron en ese siglo XX..., hasta llegar incluso a sorprender, desapaciblemente, el comienzo -imprevisible- del desubicado y actual siglo XXI.

Cuando los pintores norteamericanos de mediados del siglo XIX quisieron pintar con una tendencia propia, idearon el impresionismo natural. Fue una forma de crear que ellos tomaron con la conciencia de estar entonces expresando las cosas naturales de la vida con una manera sosegada y emotiva. La escuela del río Hudson fue una tendencia así, y hubo muchos pintores americanos que vieron esa forma de pintar como la mejor manera de comunicar belleza con entusiasmo vital. Sin embargo a finales del siglo XIX, propiciados por la filosofía social de algunos pensadores americanos, un grupo de pintores norteamericanos crearon una tendencia diferente, La escuela Ashcan. Fue la forma en que llevaron ahora al Arte la sensibilidad de una sociedad que aún no habría comprendido el terrible abismo por el que su entusiasmo vital se deslizaría. No cambiron la forma armoniosa, ni el equilibrio académico: solo usaron el Arte para mover las conciencias, para trastocar los elementos más rígidos de la sociedad. El principal representante de esta tendencia americana lo fue le pintor Robert Henri (1865-1929). No revolucionaron la forma de expresión sino su contenido. Ahora querían reflejar la sociedad real, no la soñada. Sin duda, fue una extraordinaria y elogiosa manera de evolucionar. 

En su obra del año 1915, Desnudo oriental, Robert Henri compone una bella mujer con las profusas pinceladas coloreadas más innovadoras para aquel impresionismo natural al que se enfrentara años antes. Para él la innovación era parte de dos cosas: alardes técnicos impresionistas para componer una obra, y mirada misteriosa para satisfacer un profundo desencanto. No podía entender que el Arte pudiera expresar las cosas con las rupturistas formas de componer que, sin embargo, esos mismos años del inicio del siglo XX habían alumbrado decididamente. Dos años después, el pintor expresionista italiano Amadeo Modigliani crea su obra Desnudo sentado. La composición era la misma, los colores también, el fondo parecido -incluso Modigliani había sido menos profuso o más minimalista-, pero la figura de la mujer -de la imagen paradigmática de belleza- estaba ahora totalmente transformada. Había mirada misteriosa también, como en Henri, había desnudo, había un profundo desencanto en el gesto..., pero las formas armoniosas y naturales de la belleza habían desaparecido para siempre.

(Óleo del pintor norteamericano Robert Henri, realismo-impresionismo, Desnudo oriental, 1915, Colección Privada; Obra expresionista del pintor italiano Amadeo Modigliani, Desnudo sentado, 1917, Real Museo de Bellas Artes de Amberes, Bélgica.)



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