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¡Pero qué ven mis oídos!

Aunque haya muchos, el fallo de un solo sentido nos descoloca; lo superamos gracias al cerebro, la tecnología y otros métodos de percepción. Y a veces los confundimos.

Hay ciegos que no saben que ven, y personas que no saben que son ciegas. Cuenta la neuróloga Marisa Barquero, del Hospital Clínico San Carlos, que una vez le hizo describir a un hombre lo que había encima de su mesa. Él lo dijo con todo detalle: a la derecha, un retrato; encima, un cuaderno con papeles; y sobre ellos, una lámpara de flexo y, un poco más al centro, el ordenador. Pero nada de lo que decía era lo que realmente ocupaba la mesa; esta persona era ciega, pero creía ver. De hecho, veía una representación de su realidad interior.

Tocamos con las manos, oímos con el oído y vemos con los ojos. Los estímulos exteriores se reciben por medio de receptores sensoriales de distintos tipos. Pero también oímos, vemos y tocamos con el cerebro; por eso, es posible tener los órganos sensoriales en perfecto estado y, sin embargo, carecer de la percepción.

Todos los sentidos están alojados en nuestro cerebro haciendo equipo, y cada uno vive ahí a su modo; unos, localizados en uno o varios sitios; otros, dispersos; la mayoría, relacionados entre sí. Cuando alguno falla, hay otros que se presentan como suplentes.

Pero cada uno de nuestros sentidos se mete en problemas a su manera, y a menudo, de forma extraña. Las agnosias visuales, como la que sufre la persona que ve y cree ser ciega, se cuentan entre las enfermedades más raras que existen. Se ha probado con un enfermo que la padecía a darle una carta para que la introdujera en un buzón con la ranura vertical. Era capaz de hacerlo, y sin embargo no sabía contestar a la pregunta de en qué posición estaba colocada la ranura del buzón, porque aseguraba que no la podía ver. Hay otras lesiones de este tipo aún más extrañas, como la prosoagnosia, que padecen quienes ven objetos pero no los reconocen.

La percepción de la postura, del esquema corporal y del equilibrio requiere un desarrollo cerebral que cuenta con estímulos diversos exteriores procedentes del tacto, de la vista, del oído… Y si falla uno, todo cambia; si a un equilibrista le proyectas una imagen con una sala al revés, es seguro que se caerá. Pero puede acostumbrarse, con un aprendizaje, a hacer su tarea con la sala al revés. En ese caso, lo único que necesita es un esfuerzo de consciencia que normalmente los sentidos no realizan.

Así, cuando a alguien se le aísla a propósito de una o varias percepciones, como en las cámaras de privación sensorial, la persona recompone poco a poco todo su esquema de la corteza cerebral, y a veces lo hace erróneamente. Es frecuente que dejen de sentir el paso del tiempo.

El tipo de “reconstrucción” cerebral de estas personas es distinto del que poseen quienes son ciegos o sordos de nacimiento.

Todo esto sucede porque los sentidos están íntimamente relacionados, y aunque suene a título de película mala se puede decir eso de “no me chilles, que no te veo”. En un pequeño número de personas, esta interrelación es extrañamente profunda: es lo que se llama sinestesia (ver recuadro). Quienes la tienen realmente escuchan colores y saborean formas.

En un test realizado por neurólogos de la Universidad Vanderbilt (EEUU) y publicado en la revista Proceedings of the Academy of Sciences, había personas que aseguraban “ver” el número 2 de color naranja; pero si en lugar de en número se representaba como palabra, “dos”, entonces lo veían azul. Una mujer “saboreaba” las palabras y escribía: “Tu nombre, Richard, sabe como una chocolatina que se deshace en la boca. El nombre Lori sabe a goma de borrar, y sin embargo Laurie tiene el sabor agrio del limón”.

El neurólogo Ramachandran también se refiere al caso de una mujer que veía el color azul cuando escuchaba la nota do en un piano. Este científico hacía el siguiente experimento para gente sin atisbo de sinestesia: dibujaba un objeto informe con líneas curvas y hacía otro dibujo, también sin forma concreta, pero que tenía muchos ángulos y picos.

Entonces, pedía a todo el mundo que dijera de esas dos cosas cuál se llamaba “tiqui” y cuál “buba”. Por supuesto, todos identificaban el “tiqui” como el objeto anguloso, y el “buba” como el redondeado. ¿Por qué? Porque las áreas cerebrales del oído y del lenguaje tienen relación con las visuales. Pero si los encuestados tuvieran como lengua materna el japonés o el chino, tal vez habrían dicho lo contrario. O si fueran zurdos.

Hay un sentido muy especial y especializado: el tacto. Su fisiología se basa en mecanorreceptores cutáneos, algunos de adaptación rápida y otros lenta. Los primeros responden cuando se desplaza la piel con una descarga de impulsos nerviosos, y los segundos se disparan en función de la velocidad del estímulo.

La sensación táctil tiene una enorme complejidad, y cuando su fallo consiste en la ausencia de percepción del frío, del calor o del dolor, es literalmente mortal. Nadie sobrevive si no consigue experimentar dolor. Y no es una frase filosófica, es la pura realidad.

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