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resonancias


Toda iniciación, con lo que implica de acto solitario y de riesgo, de enfrentarse a lo no conocido, suele ser vivida entre desajustes temporales, sensaciones confusas y no pocas torpezas. Por eso, en una historia como la de Los Tiburones, cuando se coloca una cámara (o sea, un punto de vista) y se desarrolla un guion (que de alguna manera viene a ser reescribir lo vivido, lo experiencial, más allá de que no sea un relato autobiográfico), el distanciamiento creativo puede llevar a un camino de comedia más o menos superficial, a un relato más o menos educativo y con mucha moralina, o bien derivar a un planteo que intente ajustarse al desajuste, vaya paradoja, elección que abre al espectador la posibilidad de identificar tensiones, cierta sensación de peligro y resonancias de las que hacen ruido sordo y desacomodan.
Los Tiburones es una película de las que provocan Resonancias, de las resonancias que repican -y mucho, en la memoria- un buen tiempo después de haberla presenciado. El efecto está muy lejos de ser inmediato. Es más, posiblemente la primera sensación apenas terminan de correr los créditos finales sea de perplejidad, de una historia que se escurrió entre secuencias que no terminan de contar algo definido y que no buscan cerrar interpretaciones. De una película acaso inapresable e insatisfactoria. ¿Qué es lo que se vio? Una adolescente de 14 años en un entorno emocional precario: problemas económicos de la familia, la heladera vacía, la falta constante de agua, peleas varias con la hermana y sobre todo el tedio de la vida cotidiana en un balneario donde no hay mucho para hacer más allá de andar en bici, ayudar a su padre (y a los empleados de su padre) en tareas de jardinería y demostrar un humor bastante agrio y signos de desadaptación social.
Hay en Rosina una pulsión de iniciación sexual, de fin abrupto de la infancia, que se instala desde la primera escena hasta la última. Es la película de Rosina. Es el punto de vista de Rosina. Es el retrato del desajuste adolescente. Y esa capa del relato, que incluye un muy buen manejo de diálogos y situaciones, es central en Los Tiburones, y se termina de completar en resonancias que delinean, por ejemplo, una particular obsesión de la directora Lucía Garibaldi por el agua, expresada en la carencia de agua en la casa de Rosina, en el llenado y traslado de botellas de plástico rellenadas, en el riego de jardines, en el lavado de los pies en la pileta del baño (una escena similar y otras recurrencias referidas al agua están presentes en los dos cortos dirigidos por Garibaldi, Colchones y Mojarras), en el agua Rosina que le lleva a la perra preñada que mantiene secuestrada en un monte.
El gran talento de Garibaldi es el de manejar el pulso correcto de la historia que quiso explorar. Está también en cierto aire enrarecido en los ritmos morosos del montaje y en la fotografía, en acercarse al desajuste adolescente, en proponer acciones impulsivas y fuera de la lógica adulta, en un punto de vista que no se preocupa por subrayar ni moralizar y que -en todo caso- enfatiza una recurrente insatisfacción que lo invade todo: no solamente en el personaje de Rosina sino en un entorno signado por un constante malestar.
Los Tiburones se anota -y no es un dato menor- en una producción cinematográfica audiovisual uruguaya que podría denominarse "cine de balneario". Varios de los mejores ejemplos de esta familia de películas (La perrera, Las olas, Hiroshima, Flacas vacas, Joya) comparten tópico y ciertas atmósferas similares, pero al momento de plantear un parentesco significativo es interesante visualizar cómo el primer largo de Lucía Garibaldi permite una lectura comparativa con la escabrosa película escrita y dirigida por Manolo Nieto hace más de una década en La Pedrera. Ambos son relatos que se juegan en escenarios emocionales (y constructivos) precarios, centrados en personajes en estado adolescente y de iniciación, y que provocan resonancias brumosas que las hacen películas inolvidables.
Hay que ver Los Tiburones. Y si quiere completar la experiencia, o hacerse una idea más acabada de las ideas cinematográficas de Lucía Garibaldi, pueden y deben rastrearse los ya mencionados cortosmetrajes de exploración Colchones y Mojarras. De hecho, en el primero de ellos, fechado en el 2006 como corto de egreso de la ECU, la protagonista es también una adolescente y el escenario una casa de balneario. Se ve a su madre, a sus hermanos chicos, a su tío. Hay una fuerte tensión sexual, hay una pulsión a pasar la línea de lo correcto, de provocar algo que en el fondo desconoce pero que la tienta. Hay una sucesión de escenas muy bien narradas y que redondean una atmósfera enrarecida. Ella rompe un vaso de vidrio en el patio. El tío le limpia la herida en la pileta del baño. Ella espera. Fin de la historia. Esa historia iniciática, con la resonancia de agua, precariedad y una similar tensión en el narración, se conecta directamente con la anécdota torpe y también enrarecida del largometraje filmado por Garibaldi en Piriápolis.

((artículo publicado originalmente en CarasyCaretas, 06/2019))


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